En el anterior artículo y a través de un comentario, Animal de Fondo sugería una descripción más matizada de la experiencia india. A continuación lo intentaré. Como ha quedado muy largo, lo dividiré en dos partes.
Las primeras palabras han de ser para la mujer con la que camino en este asunto de la vida. Ella es la persona con mayor sensibilidad y bondad que hay en esta parte externa de la galaxia y ella fue la que decidió que debía hacer más en la ayuda de personas que lo necesitaban. Así surgió su colaboración con Amigos de Orissa. A partir de este punto lo único que hice fue escuchar sus relatos, acudir a buscarla y conocer en primera persona su trabajo y el discurrir de la vida en unos remotos poblados en el corazón de Orissa. Ella es la indicada para haber escrito estas palabras.
Hay otro elemento digno de comentar a priori: muchas sensaciones recogidas tienen que ver con la diferencia cultural (castas, papel de la mujer, etc.). Hay opiniones que exigen un respeto escrupuloso de esas diferencias culturales. Yo no sé qué pensar. Parece necesario evitar juicios de valor superficiales que parten de la consideración de nuestro sistema cultural como el de referencia, pero, por otra parte, hay experiencias que hacen tambalear cualquier disquisición cultural. ¿Existen un código moral que pueda aplicarse a cualquier cultura y situación? Propongo el mío, que al menos me permite valorar las situaciones más radicalmente extremas: si el uso cultural genera sufrimiento evitable (retomo el do they suffer? del otro día), no lo comprendo y no me gusta; no importa si hablamos de nuestros abuelos abandonados en geriátricos o de las mujeres indias abandonadas y desamparadas .
Antes de viajar, la labor de recoger información duró meses, y realmente fue muy contradictoria. La mayor parte de fuentes consideraban las rutas empleadas por el turismo de masas (en India: Delhi, Taj Mahal, Benarés, desierto de Rajasthan, etc.), por lo que no eran muy útiles. Además, resultaba muy chocante que los comentarios se dividían entre los que amaban perdidamente este país y los que lo detestaban y jamás se plantearían volver. No existía término medio.
Antes de entrar en India, estuve unas semanas en Nepal. Lo más asombroso, impactante a cada momento, fue la inimaginable capacidad de trabajo de las personas. Niños, adultos o ancianos podían ser observados en cualquier momento acarreando una pesadísima carga a sus espaldas. Ancianas con cuarenta kilos en su cesta trepando por un empedrado vertical fue una imagen habitual. También, aunque creo que esto es extensivo a Asia, existe un contraste radical entre las ciudades, donde reina el caos para los sentidos (ruido, olores, luces, …, siempre alcanzando la estridencia máxima), y las zonas rurales, en las que dominaba la sencillez: economías de subsistencia con sus cultivos y animales, familias unidas en torno a una vivienda, y mucho trabajo. Como ejemplo de la precariedad de medios, estos últimos acudían al médico cuando el asunto era realmente grave, y dependían de que alguien les bajara en larga caminata (horas) en una cesta de mimbre a la espalda. La alta cocina tampoco es conocida, ni se han dado cuenta aún de que comer es un placer y no una necesidad: arroz con lentejas y verduras es la comida diaria de cualquier nepalí.
El país depende en buena medida del turismo desde su popularización como ruta hippie y en la medida que su desmesurada orografía y naturaleza atraen amantes de las montañas, pero en los últimos años ha habido una caída muy importante de turistas, por lo que la parte de la población que depende del sector está especialmente apurada. A los ojos de un acomodado occidental, cualquier elemento (carreteras, estructura y funcionamiento urbano, higiene, alimentación, etc.) parecía mejorable, pero todos los turistas con los que cruzaba indicaban que, comparado con India, aquello era un paraíso de orden y tranquilidad.
Repaso el diario que escribí cada día y podría recordar mil pensamientos. Un día viajaba atenazado por el miedo sobre el techo de un autobús mientras los nepalíes estaban allí sentados relajadamente y el niño-cobrador (unos ocho o nueve años) entraba al interior o subía al techo con absoluta normalidad para regatear el precio del billete con el vehículo en marcha. Cada curva parecía la última, aquella en la que nos despeñaríamos unas buenas decenas de metros hasta acabar descoyuntados. Así íbamos cuando un camión venía de frente y un coche nos adelantaba. Salvado el choque, el coche derrapó y se cruzó delante del autobús; de él bajaron tres hombres jóvenes y bien vestidos. Se armó un revuelo tremendo, hicieron bajar al niño del techo, le amenazaron con pegarle y acabaron por obligarle a realizar diez flexiones en medio de la carretera. Al poco reanudamos la marcha.
El sistema de castas también es muy rígido, y conocí a algunas personas repudiadas por su familia por haber elegido esposas de castas inferiores. La religión (hinduismo y budismo, principalmente) también tiene una gran presencia en la vida diaria. Conocer el hinduismo es desconcertante, con sus miles de dioses y rituales. En esta materia, la diosa Kumari se lleva el premio “desconcierto al ateo occidental”: esta diosa viviente es elegida entre las niñas de una casta concreta (hijas de orfebres, si no recuerdo mal). Estas niñas tienen que tener unos rasgos concretos en la cara, un tamaño concreto de la frente, etc. Las que van pasando las pruebas acaban siendo encerradas en una sala llena de cabezas cortadas de búfalo y de hombres disfrazados de monstruos. Aquella que mantiene mejor la serenidad es nombrada diosa hasta que tenga lugar su primera menstruación. Esta niña deja a su familia y pasa a vivir en un palacio bajo la supervisión de un tutor. Determinados días y durante unos segundos se asoma a una de las ventanas del palacio para que los fieles que la esperan puedan verla. Tuve la suerte de poder contemplarla durante esos diez o quince segundos. Era una niña de ocho o nueve años, como cualquiera de las que hoy mismo he dado clase. Pero diosa.
Otras sensaciones son más personales y tienen que ver con el profundo sentimiento de grandiosidad al contemplar el pico de una montaña de ocho mil metros que aparece en un resquicio entre la nubes, o con el sentimiento de soledad cuando transcurren bastantes días sin ver ni oír a las personas queridas: “¿qué soy yo solo?” escribí en una nota el catorce de julio.
También me llamó la atención escuchar a nepalíes referirse a los indios de forma peyorativa en distintas ocasiones: como sucios o personas con poco respeto (siempre aludiendo a indios que realizaban turismo)