Ayer cenaba en Huesca, la ciudad que siempre siento con alegría y optimismo, observando el juego de unos niños en la plaza en que nos encontrábamos. Eran niños variopintos, chicos y chicas, gordos y flacos, pequeñajos y mayores. Jugaban como se suele jugar cuando se es niño y te lo permiten los mayores. Me acordaba de
Todo esto andaba pensando mientras cenaba y sonreía viendo a los seis o siete muchachos oscenses hasta que la pelota con la que jugaban se les escapó hacia el lugar en el que estábamos. A nuestro lado cenaba una pareja cuyo integrante masculino aprovechó la circunstancia para señalar al niño que venía a recoger la pelota: “como vuelva a venir la pelota por aquí te la rajo, gordo”. Dicho ello con voz amenazante y altiva. Bien saben mis compañeros de mesa que me sentí tan mal como una persona que es muy feliz con los niños puede sentirse, y que no respondí a semejante energúmeno por no crear una situación incómoda y porque de nada hubiese servido. Aunque, de cualquier modo, lo hubiera hecho con agrado, pues imaginé el daño que puede hacer a un niño unas palabras de ese estilo proferidas por una persona gris y desgraciada.
Una sociedad que cada día respeta menos a los niños, a los ancianos, y a la naturaleza entera es una sociedad enferma, decadente, atontada y aletargada, estúpida, desmemoriada e irresponsable.