sábado, 31 de diciembre de 2011

LAS AFUERAS (DE LA IRREALIDAD)

Mientras veía el amasijo de edificios desde lejos, bañado por un rumor oceánico e incandescente, pensaba que quizá lo mejor de una ciudad sean sus afueras. Precisamente esas que te permiten salirte antes de ser devorado por sus agitadas prisas, ruidos, olores y neones.

Las afueras, si son de buena calidad, permiten salirte de la cacerola en apenas cinco minutos. En trescientos segundos estás en lo alto de una loma agradeciendo tu fortuna por haber conseguido escapar con vida durante unos instantes, al menos.

Si además haces uso de las afueras durante la noche aún es mejor, pues las tinieblas acrecientan la sensación de haber pasado a otro mundo. Un trocico de luna y el reflejo de las millones de luces que pretenden deshacer la noche permiten percibir el entorno de una forma razonable. Incluso el camino, de yesos muy claros en medio de matorrales oscuros, parece guiarte hacia algún lugar. Y en esa irrealidad, con la ciudad latiendo frenética a un lado y la oscuridad llamándote hacia el otro, sigues el camino como si una especie de pulsión irracional te empujara a hacerlo.

Hay que tener un poco de cuidado con el corazón, pues late quince o veinte veces más cada minuto para mantenerte preparado por si un tigre o un oso intentara comerte. El pobre no sabe que tales bellezas han sido ya aniquiladas y que lo más peligroso con lo que puedes cruzarte es con otro de tu especie, que, por otra parte, a esas horas da más miedo que un jabalí.

Debo parar, pues hay que tomar las uvas y esos otros asuntos. Ahora estoy en la otra parte de la realidad, que no sé si es la buena o no. En cualquier caso es mucho menos divertida.

Que tengan buen día.