martes, 4 de septiembre de 2012

MAESTRO DE PUEBLO ENCUENTRA CIUDAD.

Comenzando por séptima u octava vez. En unos pocos minutos de curso he confirmado un hecho que apenas requería confirmación: soy maestro rural. Desconozco qué haría la administración, esa a la que le ha dado por objetivizar la vida (equiparable a acciones como perseguir la sombra de uno mismo), si descubriera mi naturaleza pueblerina desempeñando el trabajo en un ambiente urbano.

Tan enloquecidamente amante de lo sencillo, quedo perplejo al conocer los tremendos protocolos propios de un centro mastodóntico. Existen trámites laboriosos para asuntos como entregar los niños a las familias al acabar la jornada, para hacer las filas, para salir al recreo o para solicitar una grapadora. Tengo muy recientes imágenes de Ansó donde actuábamos de forma simple y espontánea, donde la vida no se basaba en protocolos de actuación. Una tarde con buen tiempo y cielo esplendoroso en la que dábamos la clase en el campo, o un niño que me llamaba a casa para pedirme que le abriera la escuela para recoger algún material olvidado.

Comenzar en un nuevo centro permite la posibilidad de no caer en algunos errores cometidos en el pasado. Una de las principales enseñanzas que debo recoger de los años precedentes consiste en no luchar en asuntos improductivos e intentar cambiar aspectos que no dependen de mí. Es un aspecto en el que actúo tremendamente mal y que suele concederme la fama de revolucionario y chiflado. Espero que estar en una escuela tan grande me sirva para aprender a pasar totalmente desapercibido y centrarme en lo único importante: las clases con los niños.

Contemplo pasillos inabarcables, multitud de aulas, ventanas que muestran únicamente carreteras y edificios, decenas de personas que aún no conozco y que van de un sitio para otro cargadas de papeles e intenciones. El siguiente aprendizaje consiste en sentirse afortunado y aprovechar lo que la vida depara en cada momento (o conseguir cuatrocientos veintemil euros, aunque es más sencillo lo primero).