Acabo de perder 84 folios de trabajo. Pensaré que hay cosas peores.
Hemos dedicado la reunión de la tarde a discutir las propuestas de mejora para la Ley Aragonesa de Educación. Ya es la tercera tarde que dedicamos a esto. En principio, me parece buena idea, porque se genera un clima de diálogo y reflexión interesante, pero:
Parece una manera manifiesta por parte de la administración de acallar posibles voces discordantes que se lamenten de la falta de consenso y debate social. Me temo que es una maniobra estratégica, y no un deseo real de escuchar a padres, maestros, alumnos, etc. Considero humanamente inviable que sean capaces de tratar, y luego interpretar, las toneladas de información que les van a llegar. Son decenas de preguntas abiertas a que abarcan asuntos de la mayor y la menor concreción imaginable. Y llegarán propuestas y opiniones de casi todos los centros educativos (miles de folios), de muchos profesores a título particular, y de algunas otras instancias. A menos que pretendan aprobar la ley dentro de 10 años…
Frecuentemente los debates se convierten en un “cuéntame tu caso, Mari Loli”, donde cada maestro no ve más allá de su problema de ayer en clase, y se echa en falta, yo al menos, un maestro de 55 años, por ejemplo, culto y trabajador, que ponga cordura y conocimientos en algunas cuestiones en las que parecen existir tantas verdades como opiniones.
De todas maneras, vuelvo a lo mío. La vida de las personas establece continuamente interrogantes. Y yo creo que tirando del hilo siempre se llega a las mismas cuestiones esenciales. La escuela no se escapa a esto. Hablamos de padres, de sus relaciones con la escuela, de horarios, de reconocimiento social, de estrategias óptimas para enseñar, de necesidades materiales y económicas, etc. Y llegados a un punto en el que surgen atascos, desacuerdos, …, siempre me viene a la cabeza la que creo es la madre del cordero: ¿para qué enseñamos?. Yo no lo sé, pero todos deberíamos, en el peor de los casos, hacernos la pregunta.
Me da miedo. Creo observar visiones muy sesgadas de la realidad. Unos que miran en una dirección, otros en la contraria, otros que miran al suelo o cierran directamente los ojos. Unos que quieren que el niño sepa leer en primero y otros que quieren que el niño lea cuando salga de la escuela. Unos que quieren evitar la reclamación del maestro del siguiente ciclo o etapa, y otros que rinden cuentas únicamente ante su honestidad y el futuro del alumno.
Por otra parte, me entristece profundamente que haya maestros que no sienten pasión por lo que enseñan, que no creen en ello, que ni siquiera lo conocen. Cualquiera puede enseñar a mis alumnos a sumar, a restar, los animalitos del bosque, y la polisemia. ¿Dónde está el valor añadido (que feo suena este término económico) que debo aportar?. Yo lo encuentro en la ilusión que intento transmitir, en las puertas que pueda abrir, en posibilitar encuentros, libros, descubrimientos. Cuento cada cosa que leo y me ven leer, cuento el placer sentido con el ejercicio, intento que aprecien mi sorpresa por la vida, por cada cosa pequeñita y maravillosa de la naturaleza.
¿Cómo puedo coger un libro de conocimiento del medio y no conocer ni las calles del pueblo donde enseño?, ¿cómo puedo enseñar una actividad que he malaprendido dos días antes?, ¿cómo puedo incitar a la lectura si cada noche mi menú cultural es la puta televisión, y mi preocupación se refiere a la longitud, color, textura y sabor, de las bragas de Fulanita, la última nominada?, ¿qué pretendo transmitir?, ¿pretendo algo?, ¿hay alguien ahí dentro?.
Con gran ilusión compré el fin de semana los libros Maito Panduro y Ojos de Nube. Bien sé que hay maestros de los que sólo cabe mirar y aprender. Y escritores como Gonzalo Mouré de los que disfrutar. Ayer los leí y pretendía darlos a conocer, puesto que, desgraciadamente, mis alumnos aún son demasiado jóvenes para ellos. El intento ha durado unos diez segundos, hasta que alguien ha comprobado que no tenían dibujos y que la cosa iba de gitanos. Concienzudo análisis. Anda, cambiemos de canal.
Cada día amando más vivir, el cielo, las montañas.
Hemos dedicado la reunión de la tarde a discutir las propuestas de mejora para la Ley Aragonesa de Educación. Ya es la tercera tarde que dedicamos a esto. En principio, me parece buena idea, porque se genera un clima de diálogo y reflexión interesante, pero:
Parece una manera manifiesta por parte de la administración de acallar posibles voces discordantes que se lamenten de la falta de consenso y debate social. Me temo que es una maniobra estratégica, y no un deseo real de escuchar a padres, maestros, alumnos, etc. Considero humanamente inviable que sean capaces de tratar, y luego interpretar, las toneladas de información que les van a llegar. Son decenas de preguntas abiertas a que abarcan asuntos de la mayor y la menor concreción imaginable. Y llegarán propuestas y opiniones de casi todos los centros educativos (miles de folios), de muchos profesores a título particular, y de algunas otras instancias. A menos que pretendan aprobar la ley dentro de 10 años…
Frecuentemente los debates se convierten en un “cuéntame tu caso, Mari Loli”, donde cada maestro no ve más allá de su problema de ayer en clase, y se echa en falta, yo al menos, un maestro de 55 años, por ejemplo, culto y trabajador, que ponga cordura y conocimientos en algunas cuestiones en las que parecen existir tantas verdades como opiniones.
De todas maneras, vuelvo a lo mío. La vida de las personas establece continuamente interrogantes. Y yo creo que tirando del hilo siempre se llega a las mismas cuestiones esenciales. La escuela no se escapa a esto. Hablamos de padres, de sus relaciones con la escuela, de horarios, de reconocimiento social, de estrategias óptimas para enseñar, de necesidades materiales y económicas, etc. Y llegados a un punto en el que surgen atascos, desacuerdos, …, siempre me viene a la cabeza la que creo es la madre del cordero: ¿para qué enseñamos?. Yo no lo sé, pero todos deberíamos, en el peor de los casos, hacernos la pregunta.
Me da miedo. Creo observar visiones muy sesgadas de la realidad. Unos que miran en una dirección, otros en la contraria, otros que miran al suelo o cierran directamente los ojos. Unos que quieren que el niño sepa leer en primero y otros que quieren que el niño lea cuando salga de la escuela. Unos que quieren evitar la reclamación del maestro del siguiente ciclo o etapa, y otros que rinden cuentas únicamente ante su honestidad y el futuro del alumno.
Por otra parte, me entristece profundamente que haya maestros que no sienten pasión por lo que enseñan, que no creen en ello, que ni siquiera lo conocen. Cualquiera puede enseñar a mis alumnos a sumar, a restar, los animalitos del bosque, y la polisemia. ¿Dónde está el valor añadido (que feo suena este término económico) que debo aportar?. Yo lo encuentro en la ilusión que intento transmitir, en las puertas que pueda abrir, en posibilitar encuentros, libros, descubrimientos. Cuento cada cosa que leo y me ven leer, cuento el placer sentido con el ejercicio, intento que aprecien mi sorpresa por la vida, por cada cosa pequeñita y maravillosa de la naturaleza.
¿Cómo puedo coger un libro de conocimiento del medio y no conocer ni las calles del pueblo donde enseño?, ¿cómo puedo enseñar una actividad que he malaprendido dos días antes?, ¿cómo puedo incitar a la lectura si cada noche mi menú cultural es la puta televisión, y mi preocupación se refiere a la longitud, color, textura y sabor, de las bragas de Fulanita, la última nominada?, ¿qué pretendo transmitir?, ¿pretendo algo?, ¿hay alguien ahí dentro?.
Con gran ilusión compré el fin de semana los libros Maito Panduro y Ojos de Nube. Bien sé que hay maestros de los que sólo cabe mirar y aprender. Y escritores como Gonzalo Mouré de los que disfrutar. Ayer los leí y pretendía darlos a conocer, puesto que, desgraciadamente, mis alumnos aún son demasiado jóvenes para ellos. El intento ha durado unos diez segundos, hasta que alguien ha comprobado que no tenían dibujos y que la cosa iba de gitanos. Concienzudo análisis. Anda, cambiemos de canal.
Cada día amando más vivir, el cielo, las montañas.