lunes, 27 de febrero de 2012

PRIMERAS GENERACIONES DE INADAPTADOS A LA VIDA ARTIFICIAL.


Qué contarles hoy. Hoy estoy feliz.

Esta tarde hacía mi carrera campestre entre pensamientos sobre drogas, grullas y estrellas, cuando en un cruce me he encontrado con tres alumnos que volvían corriendo hacia el pueblo. He vuelto con ellos unos minutos y me he despedido diciéndoles que había sido una gran alegría haberles visto y acompañado. La unidad de atletismo concluyó hace más de cuatro meses. Que la motivación surgida entonces aún mueva a tres niños, dos chicas y un chico, a quedar una tarde de lunes y salir a trotar juntos por los senderos que rodean su pueblo es algo colosal. Estoy tan contento que probablemente les propondré hacer una especie de club clandestino para realizar actividades todos los lunes restantes de curso al acabar las clases: una ruta senderista, una marcha en bici, una carrera a pie,…; muchas veces pienso que con chicos adolescentes con buena actitud las posibilidades son infinitas. Siento enorme pena por mi incapacidad genética-familiar para los proyectos a medio y largo plazo, pues con la predisposición existente en la escuela hacia la educación física y las posibilidades que el entorno ofrece podrían hacerse proyectos maravillosos.

El miércoles miré al cielo una vez más. Lo llevaba haciendo ya varios días y esperaba inquieto alguna señal. Por fin sucedió el miércoles. Los niños corrían por el recreo, unos tras pelotas y otros con cubos o cuerdas. Otros hablaban sentados. Y empezó a sonar el griterío mágico, gruidos según la RAE, sonido mágico en todo caso. Bien altas estaban las queridas grullas, las viajeras que nos marcan el inicio de la primavera y del otoño. Viajeras esforzadas, como tantos otros, emisarias del mensaje del cambio estacional. Comencé a gritar para que todos las vieran y disfrutaran. Eran varios bandos de cientos en formaciones en uve. Algunos disfrutaron la visión, pero otros siguieron con su pelota, su cubo o su charla. Esto me hizo pensar una vez más en el cambio de los tiempos. Hasta hace no mucho, estos indicios de la naturaleza eran recibidos como señales importantes: la llegada de un nuevo tiempo, nuevas labores, nuevas preocupaciones, quizá un período más fácil o más difícil. Hoy esto apenas nos importa ya. Al margen del placer estético, aunque millares de soberbias grullas nos sobrevuelen, nuestra comida descansa en el supermercado, el calor está asegurado pulsando un botón, y el agua sale al accionar el grifo. Somos de las primeras generaciones en miles de años que vive de espaldas a la naturaleza. Es un extraño honor. Hace dos días caminaba por una casa con una cocina extraordinaria en la segunda planta. La casa estaba en ruinas y en torno a la chimenea y su calor se habrían producido tantas charlas, dudas, momentos duros, que costaba verla tan ennegrecida, tan inútil, tan perteneciente ya a la prehistoria de la especie humana del ipod, ipad, Facebook, Twitter y los centros comerciales de ocio.


Hoy, una niña muy inteligente, aunque un poco confundida por el ruido, me ha preguntado por qué suelo ir a dormir al monte. Le he contestado que para dormir bajo las estrellas sin nada entre medio. Ella ha consultado entonces qué sentido tiene dormir así. Sólo he podido responderle que así me siento muy cerca de la naturaleza a la que pertenezco. Quizá en este proceso de artificialización de la vida quedemos fuera del camino unos cuantos inadaptados que seguiremos necesitando mirar al cielo y ver las grullas o Sirio, dormir entre cárabos y jabalís, o beber agua arrodillados en un torrente. Y si no nos dejan, pues soñaremos con ello.


Que tengan una gran semana.