Cambiar de destino a la primera oportunidad es un gran desastre. Hay demasiadas cosas que se pierden por el camino. Entre mudanza y mudanza he ido dejando ideas, materiales, compañeros, complicidades, y unas cuantas energías en asuntos innecesarios.
Me encantaría ver crecer a los alumnos durante toda su escolaridad. Comprobar cómo evolucionan y maduran. De momento me conformo con fragmentos de dos años. Me asomo, veo un pedazo de realidad y me voy.
Por distintos azares, los alumnos de mi clase del año pasado se han quedado una semana y algunos días sin maestro. El perjuicio para los niños es terrible, pues a ese tiempo sin profesor habrá que sumar los necesarios días de aterrizaje para el recién llegado. En una escuela pequeña no hay maestros que puedan suplir la falta de un compañero.
Durante el curso hemos compartido entre su aula y la mía algunas actividades, como lecturas, películas, …, y siempre he sentido una gran lástima de no poder pasar más tiempo juntos. Así, decidimos que estos niños se quedaran en mi clase hasta la llegada de la nueva incorporación.
¿Por qué cuento todo esto? Creo que por lo siguiente: esta semana he disfrutado enormemente de mi clase ampliada: ¡una clase rural de casi quince niños! La relación con los alumnos del año pasado es estupenda, así que poder retomarla durante estos cinco días, apreciar su madurez ganada, ha sido una suerte. Escribiendo, leyendo, haciendo bisectrices o diseñando un agresivo programa electoral…
… hemos sido bien felices esta semana.
Me despido con una frase. Hace unos días recibí un correo, y el maestro que lo escribía se despedía así: “…y recordarnos que trabajamos en la escuela pública y que debemos tender siempre a la excelencia”. Por razones astronómicas y filosóficas, que es aproximadamente lo mismo, debemos sentirnos muy afortunados de nuestro trabajo. Cada instante.