Un niño en clase, un instante de nuestras vidas.
Del modo en que intento
desarrollar las sesiones de Educación Física, son frecuentes las pausas para la
reflexión colectiva que nos conducen hacia las nuevas situaciones de trabajo y
hacia los aprendizajes de cada contenido. En algunos casos, apuntamos
brevemente en el cuaderno algunas de estas reflexiones o algunas reglas de acción
para aplicar en las situaciones prácticas posteriores. En concreto, hoy había
pedido a un grupo que analizara unas marcas obtenidas en unas carreras. Debían
encontrar, en la medida de nuestras posibilidades, algo parecido a la mediana y
la moda de cada serie de tiempos. Sobre esos datos construiríamos una parte
importante de las sesiones siguientes. Planteé a los alumnos la necesidad de
hacerlo en casa en unos minutos para no restar aún más tiempo al exiguo margen
de acción que suponen dos o tres horas de clase a la semana.
Hoy, al consultar al grupo
sobre la tarea cuando iniciábamos la clase, ha resultado que apenas seis o
siete alumnos habían cumplido con el trabajo. Teniendo el tiempo tan limitado,
estoy intentando priorizar el tiempo de trabajo específico de la asignatura, y
no embarcarme en tratar asuntos variados que surgen en la sesión y que difícilmente
puedo abordar adecuadamente desde mi humildísima asignatura. De todos modos, he
creído necesario tratar el problema y hemos hablado un buen rato. Algunos
indicaban falta de tiempo por exámenes, por extraescolares, por obligaciones
varias, otros simplemente no se habían acordado. Por mi parte les he indicado,
entre otras cosas, que yo estoy allí para ayudarles, que si les propongo un
trabajo en casa es para avanzar más rápido y que una vez acordado dicho trabajo,
yo confío en ellos. Parece ser que este argumento suena muy romántico para
muchos. ¿Dónde se aprende a mirar la vida? ¿Cómo surgen miradas tan distintas?
Al acabar las clases he
acudido a hablar un momento con el tutor del grupo sobre lo sucedido. Mientras
he sido tutor los años pasados, siempre he sentido a mi grupo como una gran responsabilidad
en lo concerniente a cualquier cosa que les ocurriera; recibir información de
cualquier otro compañero era útil, necesario y muy de agradecer. En este caso
el tutor no me ha prestado demasiada atención. Pero lo importante ha sido el
consejo posterior de “castigarles y amenazarles, pues es lo único que entienden”.
Imagino que he llegado de
lugares ideales donde trabajaba en escuelas fabricadas con algodón de azúcar y
los niños levitaban con una gran sonrisa cuando un maestro les pedía trabajo y
esfuerzo. Vuelvo a mis asuntos recurrentes: todo es filosofía. ¿Qué tipo de
niños queremos?, ¿responsables, racionales, honrados, críticos?, ¿podemos
favorecer este tipo de niños desde la consideración de la amenaza y el castigo
como un buen sistema de motivación para la acción y el trabajo?, ¿es estúpido
intentar favorecer una relación de confianza con un grupo numeroso?, ¿es mejor
obtener resultados de un grupo coaccionado por el castigo o, al contrario, son
preferibles resultados menores conseguidos desde la creencia del alumno en su
propio trabajo y desde la confianza del maestro en sus alumnos?, ¿qué poso
dejará cada una de estas opciones en la vida de los niños?
Me quedo con mi postura, apenas
tengo dudas. No las hay desde el respeto absoluto a los niños y desde la
motivación de intentar ayudarles a convertirse en la mejor versión posible de sí mismos. Es
complicado convivir a diario con otras posturas tan diferentes. En cualquier
caso, ya hay acumulados dos meses de trabajo tras los que me siento afortunado
de estar cinco horas diarias con los alumnos, lo cual es raramente alcanzable
con castigos y amenazas.