Hace unos días confesé a los niños que me encanta ser maestro porque creo que soy más feliz en el mundo de los niños que en el de los adultos. Seguro que la psiquiatría sabrá que esto representa algún tipo de síndrome poco recomendable, pero de momento no me duele demasiado. El mundo de los adultos está lleno de asuntos que no comprendo. En unos casos por pura necedad propia, seguro, pero en otros porque sencillamente no existe explicación.
Desgraciadamente el mundo de los niños se encoge. Por una parte está cada vez más lleno de símbolos y contenidos del mundo adulto, que manejan como buenamente pueden y, por otra, la infancia parece acabar cada vez más temprano.
A veces de los niños surgen preguntas extremadamente simples. Por ejemplo, si observan que un país tiene a buena parte de su población hambrienta y sumamente machacada y luego conocen que ese país es exageradamente rico en lo militar, que posee armas de valor equiparable a su poder de destrucción, pues resulta que sus tiernas mentes, educadas con moralinas y cuentecillos inocentes, creen que en ese puzzle alguna pieza no encaja. Infelices ellos. El maestro tiene, creo, la obligación de explicarle a esos niños el mundo y su funcionamiento, pero el reto adquiere el matiz de lo imposible desde el momento que el mundo que explicamos dentro de la escuela tiene cada vez menos que ver con el mundo de verdad, el real (si es que este existe ciertamente en algún lugar): el de los abusos de poder y el de la ley del más fuerte, el de mear sobre los cadáveres recién asesinados, el de la codicia, el de los desahucios, el de las fronteras con alambradas o los curas que quieren curar a los homosexuales de su enfermedad, el del éxito rápido, el de ganar mucho aunque muchos sufran, el de la puta triple A y sus sufrimientos colaterales, el de los campos de golf en la estepa y los zapatos de ochocientos euros.
Ayer salí del teatro fascinado. La obra fue estupenda, pero la fascinación surgió en los aplausos finales. Allí estaban los actores emocionados ante cientos de personas en pie agradecidas por lo que habían recibido. Y pensé que olé, que en semejante mundo enrevesado y medio podrido, era maravilloso observar un grupo de personas que habían elegido un oficio consistente en hacer felices a otros. Con imaginación, humor, retos increíbles, sensibilidad, finalmente crear la ilusión de la felicidad en cientos de espectadores. Un acto realmente subversivo. Pura rebeldía contra la miseria humana y los tonos grises engominados que manejan el timón.
El mundo, perdónenme, se está poniendo muy difícil de comprender para los que tenemos un entendimiento de tipo estándar.