Pan y montañas
Por fin encuentro un momento tranquilo para escribir. Intento leer sobre los excrementos en forma de letra griega alfa o beta de los mustélidos, pero me duele la cabeza. Es casi la una de mañana del ya domingo y tengo el cuerpo a una temperatura de treinta y nueve grados. No crean que yo lo he puesto así (aunque hay quien sí lo cree), es cosa de bichos que tienen estas aficiones de calentarte la vida.
Los grandes seguidores del blog ya sabrán que la fiebre me gusta cada día más para la escritura. En primer lugar aparca esas obligaciones tan obligatorias que nos hacen correr estúpidamente cada día sin tiempo para nada. En segundo lugar, crea un ambiente extraño y oscuro en la mente en el que es muy divertido hacerse preguntas sobre la existencia, el porvenir, el sentido de la vida, y esos asuntos en los que uno suele adoptar un porte elevado y tan digno como es capaz. Aunque nunca había probado con tanto calor. Sabrán también que estos días, me quedan seis, interpreto la actuación vital y trascendente peor llevada de mi vida. Unos, de gran fama en las artes y aplomo en la escritura, dicen que sólo en el riesgo esta la esperanza. Sólo deseando se vive, o que la vida trascurre mientras te preparas para el porvenir. Pero cuándo el porvenir es ya; ya no hay tiempo para insensateces. La insensatez es el único modo de ejercer la vida. Pero también ocurre que al mediodía se ha abierto la puerta, ha entrado una niña rumana de seis años que no sé bien qué hacía en esta casa, no sé siquiera si ha entrado, aunque se llamaba Adra, y al decir con la dulzura de las niñas de seis años buenas “hola, mamá”, me ha dado un revolcón el corazón y me ha dejado cavilando sobre dónde está realmente la insensatez. Es difícil, ya que actúo con insensatez con frecuencia. Cómo encontrar la que interesa en este caso.
Creo que el cuerpo se me está enfriando, será por escribir, igual a los bichos del calor no les interesa la escritura. Es todo tan difícil. No sé si me estaré explicando con claridad y me estarán comprendiendo un poco. El perro Tastavín está resoplando metido en no sé qué sueño en el que andará persiguiendo gatos y cortejando bellas perras. Acabo de leer que los carnívoros españoles, imagino que también los extranjeros, tienen un hueso en el pene para facilitar el manejo del mismo. Yo pensaba que era una facultad extraordinaria del perro Tastavín. Él tampoco tiene claro qué hacer, aunque sigue diciendo que los animales humanos nos complicamos la vida de una forma sorprendente.
Pedí a los tenderos del Panishop hace dos días que me guardaran un cedé que un amigo recogería por la tarde, y me dijeron que lo debían transmitir y consultar a su superior. No sé ustedes, pero creo que mis problemas surgen de la decadencia de las panaderías actuales. Estoy seguro que mi incapacidad con la vida urbana y las trágicas consecuencias que de ella se derivan tienen relación con tener que hablar con un superior para hacer un pequeño favor a un cliente casi diario al que, por otra parte, venden un pan que no es pan en unos envases de cartón en los que escriben cosas muy bonitas sobre ese pan que no es pan que venden. Antonio o Pura, o cualquier panadero, habrían dicho claro, hombre, habrían cogido el cedé después de venderme una hogaza de medio kilo y yo hubiera podido ir a casa tranquilamente bajando de dos en dos las escaleras o mirando los nidos de los vencejos en los aleros de los tejados.
Voy a parar ya, que me está bajando demasiado la temperatura, a ver si me va a pasar como al japonés que estuvo varias horas congelado. Otro rato les hablo de la escuela, que ya es navidad y han pasado catorce meses.
Por fin encuentro un momento tranquilo para escribir. Intento leer sobre los excrementos en forma de letra griega alfa o beta de los mustélidos, pero me duele la cabeza. Es casi la una de mañana del ya domingo y tengo el cuerpo a una temperatura de treinta y nueve grados. No crean que yo lo he puesto así (aunque hay quien sí lo cree), es cosa de bichos que tienen estas aficiones de calentarte la vida.
Los grandes seguidores del blog ya sabrán que la fiebre me gusta cada día más para la escritura. En primer lugar aparca esas obligaciones tan obligatorias que nos hacen correr estúpidamente cada día sin tiempo para nada. En segundo lugar, crea un ambiente extraño y oscuro en la mente en el que es muy divertido hacerse preguntas sobre la existencia, el porvenir, el sentido de la vida, y esos asuntos en los que uno suele adoptar un porte elevado y tan digno como es capaz. Aunque nunca había probado con tanto calor. Sabrán también que estos días, me quedan seis, interpreto la actuación vital y trascendente peor llevada de mi vida. Unos, de gran fama en las artes y aplomo en la escritura, dicen que sólo en el riesgo esta la esperanza. Sólo deseando se vive, o que la vida trascurre mientras te preparas para el porvenir. Pero cuándo el porvenir es ya; ya no hay tiempo para insensateces. La insensatez es el único modo de ejercer la vida. Pero también ocurre que al mediodía se ha abierto la puerta, ha entrado una niña rumana de seis años que no sé bien qué hacía en esta casa, no sé siquiera si ha entrado, aunque se llamaba Adra, y al decir con la dulzura de las niñas de seis años buenas “hola, mamá”, me ha dado un revolcón el corazón y me ha dejado cavilando sobre dónde está realmente la insensatez. Es difícil, ya que actúo con insensatez con frecuencia. Cómo encontrar la que interesa en este caso.
Creo que el cuerpo se me está enfriando, será por escribir, igual a los bichos del calor no les interesa la escritura. Es todo tan difícil. No sé si me estaré explicando con claridad y me estarán comprendiendo un poco. El perro Tastavín está resoplando metido en no sé qué sueño en el que andará persiguiendo gatos y cortejando bellas perras. Acabo de leer que los carnívoros españoles, imagino que también los extranjeros, tienen un hueso en el pene para facilitar el manejo del mismo. Yo pensaba que era una facultad extraordinaria del perro Tastavín. Él tampoco tiene claro qué hacer, aunque sigue diciendo que los animales humanos nos complicamos la vida de una forma sorprendente.
Pedí a los tenderos del Panishop hace dos días que me guardaran un cedé que un amigo recogería por la tarde, y me dijeron que lo debían transmitir y consultar a su superior. No sé ustedes, pero creo que mis problemas surgen de la decadencia de las panaderías actuales. Estoy seguro que mi incapacidad con la vida urbana y las trágicas consecuencias que de ella se derivan tienen relación con tener que hablar con un superior para hacer un pequeño favor a un cliente casi diario al que, por otra parte, venden un pan que no es pan en unos envases de cartón en los que escriben cosas muy bonitas sobre ese pan que no es pan que venden. Antonio o Pura, o cualquier panadero, habrían dicho claro, hombre, habrían cogido el cedé después de venderme una hogaza de medio kilo y yo hubiera podido ir a casa tranquilamente bajando de dos en dos las escaleras o mirando los nidos de los vencejos en los aleros de los tejados.
Voy a parar ya, que me está bajando demasiado la temperatura, a ver si me va a pasar como al japonés que estuvo varias horas congelado. Otro rato les hablo de la escuela, que ya es navidad y han pasado catorce meses.