Me resulta asombroso como un estado de ánimo cuyo origen no entiendo consigue impregnar y condicionar cada una de las horas del día.
En la escuela está comenzando un mes que supongo será caótico, puesto que no tengo todavía horarios definitivos, no conozco con seguridad a qué grupos daré clase, no tengo los libros de texto, no…
Además, cuento en la clase con un niño con importantes problemas de comportamiento y con un ACNEE con una discapacidad psíquica importante. Esto me permitirá aprender mucho, seguro, pero, de momento, añade un poco más de intensidad al desbarajuste.
Algo que sí sé es que dispondré de 3 horas semanales para dedicar a trabajo personal. Y como ya hice el año pasado me vuelvo a preguntar: ¿cómo existe la desvergüenza de aceptar, me incluyo el primero, que con tres horas sea capaz de planificar con mínimo decoro las veinticinco horas lectivas semanales?. No entiendo. De hecho, voy a contar con dos o tres días, en el mejor de los casos, para trazar las líneas generales del curso antes de comenzar las clases.
Por otra parte, creo intuir un horario bien cargado de comisiones pedagógicas, comisiones de coordinación interciclos e internoséqué. Y esto no me gusta. Mi breve experiencia me dice que suele ser un tiempo no demasiado útil, del que podría sacar muchísimo mayor rendimiento y eficacia trabajando de manera individual (más aún considerando la escasez de este tiempo individual).
Ha sido curioso estos días leer en El Profesor, de Frank McCourt, una idea que también me acompaña, y desde que soy maestro: me refiero a un sentimiento de ser un farsante, de no saber nada de mi trabajo, y de ir tirando, con más o menos éxito, porque la gente no se da cuenta de tal, y gran, incompetencia.
Y un anticipo, una premonición, una visión, o lo que sea: igual que el año pasado, allá por marzo, ya comencé a sentir y sufrir por el momento en el que tuviera que marchar de Ansó (y ahora me doy cuenta que del CRA), ahora mismo ya estoy comenzando a temer el día, dentro de dos años, en el que se acabe mi estancia obligatoria aquí y, entonces, aparezca un dilema vital de solución improbable. Intento refugiarme en que si un problema no tiene solución deja de ser un problema, pero no acaba de tranquilizarme.
En la escuela está comenzando un mes que supongo será caótico, puesto que no tengo todavía horarios definitivos, no conozco con seguridad a qué grupos daré clase, no tengo los libros de texto, no…
Además, cuento en la clase con un niño con importantes problemas de comportamiento y con un ACNEE con una discapacidad psíquica importante. Esto me permitirá aprender mucho, seguro, pero, de momento, añade un poco más de intensidad al desbarajuste.
Algo que sí sé es que dispondré de 3 horas semanales para dedicar a trabajo personal. Y como ya hice el año pasado me vuelvo a preguntar: ¿cómo existe la desvergüenza de aceptar, me incluyo el primero, que con tres horas sea capaz de planificar con mínimo decoro las veinticinco horas lectivas semanales?. No entiendo. De hecho, voy a contar con dos o tres días, en el mejor de los casos, para trazar las líneas generales del curso antes de comenzar las clases.
Por otra parte, creo intuir un horario bien cargado de comisiones pedagógicas, comisiones de coordinación interciclos e internoséqué. Y esto no me gusta. Mi breve experiencia me dice que suele ser un tiempo no demasiado útil, del que podría sacar muchísimo mayor rendimiento y eficacia trabajando de manera individual (más aún considerando la escasez de este tiempo individual).
Ha sido curioso estos días leer en El Profesor, de Frank McCourt, una idea que también me acompaña, y desde que soy maestro: me refiero a un sentimiento de ser un farsante, de no saber nada de mi trabajo, y de ir tirando, con más o menos éxito, porque la gente no se da cuenta de tal, y gran, incompetencia.
Y un anticipo, una premonición, una visión, o lo que sea: igual que el año pasado, allá por marzo, ya comencé a sentir y sufrir por el momento en el que tuviera que marchar de Ansó (y ahora me doy cuenta que del CRA), ahora mismo ya estoy comenzando a temer el día, dentro de dos años, en el que se acabe mi estancia obligatoria aquí y, entonces, aparezca un dilema vital de solución improbable. Intento refugiarme en que si un problema no tiene solución deja de ser un problema, pero no acaba de tranquilizarme.