Palmira Pla en la biblioteca
Hoy compartiré con ustedes una preocupación. Después de un buen número de salidas y convivencias durante bastantes años con grupos de niños diversos, la de la semana pasada ha resultado la primera en la que vuelvo con un cierto sabor amargo. He escrito por aquí otras veces que me encanta mi trabajo porque me encanta estar con los niños. Creo que, a grandes rasgos, podría decirse que es lo único que sé hacer en mi trabajo: estar bien con ellos y que ellos estén bien conmigo. Con ellos suelo estar mejor que con los adultos y generalmente siento que la comunicación es más sencilla que con humanos de mayor edad. Por eso una semana de convivencia significa un tiempo perfecto para las complicidades, los juegos, las alegrías, la conversación, etc. En definitiva, además de la responsabilidad de marchar por el mundo con treinta y cinco almas infantiles, siento estas actividades como un gran momento del curso.
El problema radica en que la conexión con lo chicos ha estado llena de cortocircuitos y he realizado más un papel de vigilante enfadado que el que en principio creo me corresponde y con el que disfruto. Con la preocupación, una duda asociada: ¿había algún factor especial en el grupo con el que he acudido o simplemente me hago viejo y me molestan asuntos que antes pasaba por alto? Intento negar esta segunda explicación. En cualquier caso, estoy profundamente desconcertado por un número significativo de niños cuyo comportamiento era constantemente maleducado, irrespetuoso, humillante para otros compañeros. Esta era su norma habitual, por lo que estar con ellos resultaba desolador y desagradable. Soy especialmente sensible a las actitudes chulescas y de menosprecio gratuito a otros compañeros, que muchas veces sufren este daño durante años, así que no puedo comprender los actos únicamente dirigidos a hacer sufrir a otro que no ha hecho nada malo. He visto con frecuencia niños que agachaban su cabeza, como el perro Tastavín cuando está triste, y tragaban sin masticar los insultos y desprecios que otros les servían por asuntos triviales o simplemente porque así les apetecía.
Quizá lo que me resultaba absolutamente turbador era la normalidad del comportamiento. La falta de respeto, la humillación, lo grosero, resultaban en muchos casos lo habitual, y con esa normalidad lo vivía el grupo en muchas ocasiones también. Con frecuencia asistían atónitos a mis intervenciones o enfados, como si mi reacción no les encajara. Igualmente, al hablar con los implicados individualmente, mostraban constantemente sorpresa por mi enfado, e incluso una magnífica actitud indolente de estar de vuelta de la vida a sus sensacionales diez u once años de edad ¿será realmente que me estoy haciendo viejo para estos menesteres? ¿estoy comenzando el proceso de desconexión de la juventud que exhiben muchos maestros convencidos de la maldad de las nuevas generaciones?
Para acabar de forma positiva, es conveniente recordar que los centros rurales de innovación educativa de Teruel (CRIET) donde los alumnos de quinto y sexto de toda la comunidad autónoma realizan las convivencias trimestrales son una de las mejores ideas pedagógicas que conozco. Cada vez que he acudido a uno de ellos he acabado con la sensación de que ha sido una de las semanas con más sentido del curso.
Otro rato les hablaré sobre las albóndigas de los comedores escolares y su relación con el juicio al que seremos sometidos cuando el fin del mundo tenga lugar.
Que tengan buena semana y buen final de este mes que ya se diluye en la eternidad.