Le acabo de contar a mi nuevo hermano madrileño (mira que hay lugares para pasar la vida…) que estos días se ha hecho público el fruto de varios años de investigación en los que científicos australianos han descubierto casi mil nuevas formas de vida. A mí me parece tan maravilloso como sorprendente, y no puedo comprender que esta noticia pase desapercibida en la esquina de un diario, bajo los grandes titulares y fotos de las tramas políticas o los futbolistas de moda.
La semana pasada tuve la fortuna de asistir a las jornadas de formación sobre educación física y discapacidad celebradas en Sabiñanigo. Al margen de las ideas recogidas, especialmente en torno a la integración (ahora, inclusión) de niños discapacitados en escuelas ordinarias, dos aspectos captaron mi atención intensamente. El primero se refiere a Isín, un pequeño pueblo pirenaico que, como tantos, quedó abandonado hace medio siglo. Hace unos años, unas pocas personas presentaron un proyecto a la fundación Benito Ardid que, tras aprobarse, permitió recuperar las ruinas del lugar y convertirlas en un “pueblo” dedicado a la atención y el tiempo libre de personas con discapacidad. Además, la guinda del pastel, existió la sensibilidad de intentar respetar la arquitectura y costumbres del lugar en la mayor medida, e incluso se cuenta con los antiguos habitantes para algunos actos y celebraciones. En segundo lugar, una idea para la reflexión: una ponente de la Universidad de Barcelona defendió que la verdadera inclusión se alcanzaría cuando no existieran escuelas específicas de educación especial y todos los niños con discapacidad estuvieran integrados en la escuela ordinaria junto con el resto de alumnos. Indicó que, por supuesto, con los recursos materiales y humanos necesarios. Pensé en intervenir, pero tuve un poco de vergüenza y me guardé mis dudas. Realmente no sé si estoy de acuerdo. Nunca había pensado en esa idea, pero probablemente estoy más en contra que a favor. Pienso en algunos niños con discapacidades severas, en la atención excelente que reciben en un centro de educación especial, en el ambiente general de alegría con que viven los alumnos en mi centro de educación especial, …, y no tengo claro si estarían mejor integrados en un centro ordinario. En todo caso, contemplo esa situación inviable a medio plazo por la cantidad de recursos que exigiría y, especialmente, por la revolución organizativa de los centros que implicaría. Más aún, por el cambio de mentalidad social necesario. De todos modos, los grandes cambios suelen resultar imprevisibles para los poco visionarios. Aún así, ¿cómo sería la organización de la clase bajo esta percepción?, ¿pasaría el alumno cada curso junto a sus compañeros o repetiría indefinidamente?, ¿compartiría intereses, vida, con sus compañeros?, ¿qué ocurriría cuando llegara el momento de pasar a secundaria?, ¿permanecerían indefinidamente en primaria (donde casi nada es aún importante ni tiene el toque solemne de la secundaria)? Y tantas otras interrogantes.
Las jornadas acabaron con un buen paseo por el paraíso, con la luz hechizante del atardecer, el canto hipnótico del cárabo, la carrera majestuosa y altiva de un enorme ciervo, y la tan buscada víbora que, por fin, se escurrió entre mis manos y me mostró su veneno.
Por cierto, en Ansó quedará una plaza libre. Si alguien se anima, que avise.