Pensamientos de noviembre
No recuerdo si el curso pasado tuve valor para describir la primera clase. Ahora, con la distancia que aporta el tiempo, incluso resulta graciosa y se puede contar.
Tras unos días de adaptación dentro de las aulas con los niños y los tutores, esa mañana comenzaba la educación física del curso con un grupo de siete niños de entre nueve y doce años. Hasta el momento, lo que mi formación me ofrecía respecto a los niños con trastorno de espectro autista consistía en dos o tres vagas ideas sobre la importancia de las rutinas, la poca flexibilidad de su comportamiento, su asociación frecuente con el retraso mental, o las dificultades antes las novedades y las relaciones sociales. Así, con una sesión preparada entre mares de dudas, acudí a buscar a los alumnos a clase, recogimos el material necesario y salimos al recreo. A partir de ese instante, mis fallos y sus consecuencias se sucedieron sin interrupción: desarrollar la sesión en un espacio abierto sin ninguna referencia, plantear el trabajo en un lugar que para ellos significaba “recreo”, ausencia de anticipadores, falta de rutinas, exceso de material, etc. El jefe de estudios, en actitud previsora e inteligente, nos acompañaba, así que le tocó recoger niños por el recreo para reagruparnos e intentar algo parecido a una sesión de educación física. Tras las persecuciones y los apuros variados, el tiempo marcó el final de la sesión y el comienzo de un lento aprendizaje.
Siempre he tenido muy presente esa sesión, supongo que formará ya siempre parte de mis recuerdos de maestro, junto con el día que me dormí y todos pensaban que estaba muerto, el día que los alumnos hicieron una clase memorable tratando asuntos filosóficos, el momento de la despedida de los niños de Peñarroya, el día que Pablo acudió a la escuela con el microscopio, los días que Paula hablaba con mis alumnos en el pueblo, y otro buen puñado de situaciones emocionantes. En concreto, la semana pasada la volví a recrear porque con la misma clase, con un par de cambios que facilitaban las cosas, tuvimos una sesión magnífica. Realizamos un trabajo previo de vídeo para contar con una referencia mental sobre la práctica a realizar, y el trabajo se desarrolló en torno a tres estaciones distintas donde cada grupo actuaba independientemente. Tras un tiempo de práctica, pasaban a otro momento en el que, tras la acción, debían anotar en una pizarra sus logros y realizar una breve reflexión sobre su actuación. En definitiva, noventa minutos de trabajo con pleno sentido, con actividad motriz, con emociones, con interacción entre compañeros, con presencia de importantes elementos cognitivos relacionados con el cálculo de distancias, trayectorias, relaciones causa-efecto, etc. Una sesión feliz para los alumnos y muy feliz para el maestro.
También hubo una situación difícil con un niño. Nueva para el profesor, difícil de gestionar, y tremendamente angustiosa para el alumno. El autismo, hablando desde mi ignorancia, significa muchas veces comportamientos extraños de los que el niño es consciente, pero que vive con desasosiego al no poder gestionar. El aprendizaje pretende en estos casos aportar herramientas para que los niños conozcan esta faceta de su comportamiento y aprendan a manejarla. Sobre ello, son ilustrativos los libros escritos por personas con autismo, pues permiten conocer en primera persona cómo vivieron esas personas el proceso desde niños, cómo sentían sus limitaciones o dificultades y cómo aprendieron a resolverlas.
Envuelto por un calmante y embriagador estado febril, aturdido por retazos de mil historias recién soñadas, sigo esperando que noviembre me plantee la decisión más difícil de resolver que he vivido en los veintinueve años que llevo por aquí. Ante la falta de demanda en la venta o el alquiler, mi alma, directamente, se regala.
No recuerdo si el curso pasado tuve valor para describir la primera clase. Ahora, con la distancia que aporta el tiempo, incluso resulta graciosa y se puede contar.
Tras unos días de adaptación dentro de las aulas con los niños y los tutores, esa mañana comenzaba la educación física del curso con un grupo de siete niños de entre nueve y doce años. Hasta el momento, lo que mi formación me ofrecía respecto a los niños con trastorno de espectro autista consistía en dos o tres vagas ideas sobre la importancia de las rutinas, la poca flexibilidad de su comportamiento, su asociación frecuente con el retraso mental, o las dificultades antes las novedades y las relaciones sociales. Así, con una sesión preparada entre mares de dudas, acudí a buscar a los alumnos a clase, recogimos el material necesario y salimos al recreo. A partir de ese instante, mis fallos y sus consecuencias se sucedieron sin interrupción: desarrollar la sesión en un espacio abierto sin ninguna referencia, plantear el trabajo en un lugar que para ellos significaba “recreo”, ausencia de anticipadores, falta de rutinas, exceso de material, etc. El jefe de estudios, en actitud previsora e inteligente, nos acompañaba, así que le tocó recoger niños por el recreo para reagruparnos e intentar algo parecido a una sesión de educación física. Tras las persecuciones y los apuros variados, el tiempo marcó el final de la sesión y el comienzo de un lento aprendizaje.
Siempre he tenido muy presente esa sesión, supongo que formará ya siempre parte de mis recuerdos de maestro, junto con el día que me dormí y todos pensaban que estaba muerto, el día que los alumnos hicieron una clase memorable tratando asuntos filosóficos, el momento de la despedida de los niños de Peñarroya, el día que Pablo acudió a la escuela con el microscopio, los días que Paula hablaba con mis alumnos en el pueblo, y otro buen puñado de situaciones emocionantes. En concreto, la semana pasada la volví a recrear porque con la misma clase, con un par de cambios que facilitaban las cosas, tuvimos una sesión magnífica. Realizamos un trabajo previo de vídeo para contar con una referencia mental sobre la práctica a realizar, y el trabajo se desarrolló en torno a tres estaciones distintas donde cada grupo actuaba independientemente. Tras un tiempo de práctica, pasaban a otro momento en el que, tras la acción, debían anotar en una pizarra sus logros y realizar una breve reflexión sobre su actuación. En definitiva, noventa minutos de trabajo con pleno sentido, con actividad motriz, con emociones, con interacción entre compañeros, con presencia de importantes elementos cognitivos relacionados con el cálculo de distancias, trayectorias, relaciones causa-efecto, etc. Una sesión feliz para los alumnos y muy feliz para el maestro.
También hubo una situación difícil con un niño. Nueva para el profesor, difícil de gestionar, y tremendamente angustiosa para el alumno. El autismo, hablando desde mi ignorancia, significa muchas veces comportamientos extraños de los que el niño es consciente, pero que vive con desasosiego al no poder gestionar. El aprendizaje pretende en estos casos aportar herramientas para que los niños conozcan esta faceta de su comportamiento y aprendan a manejarla. Sobre ello, son ilustrativos los libros escritos por personas con autismo, pues permiten conocer en primera persona cómo vivieron esas personas el proceso desde niños, cómo sentían sus limitaciones o dificultades y cómo aprendieron a resolverlas.
Envuelto por un calmante y embriagador estado febril, aturdido por retazos de mil historias recién soñadas, sigo esperando que noviembre me plantee la decisión más difícil de resolver que he vivido en los veintinueve años que llevo por aquí. Ante la falta de demanda en la venta o el alquiler, mi alma, directamente, se regala.