Hace ya casi siete días que no escribo. Seis cachorrillos dan bastante trabajo, y maravillosos momentos al atardecer, y el final de curso supone siempre una carga de trabajo mayor.
En un artículo anterior quedó propuesto hacer una mejor descripción del deporte de boccia, tarea que ahora me propongo.
En primer lugar, como cada vez que hablo de educación especial, ha de considerarse mi corta experiencia de tan sólo un año, que implica un gran desconocimiento.
Ya he señalado alguna vez que uno de los hechos más impactantes durante los primeros días de curso fue la inactividad del recreo. Los niños apenas juegan, apenas se mueven, apenas comparten actividades, frente a un centro de educación ordinaria donde precisamente ese momento representa una manifestación de vida en plena ebullición. Por esta razón, y por otras como las limitaciones de movimiento de muchos alumnos, es magnífica la existencia de una actividad adaptada a sus posibilidades.
Sin entrar en detalles técnicos, la boccia es un juego muy similar a la petanca. Los jugadores van acompañados de un asistente que se encarga de traducir en movimiento sus decisiones Este asistente es mero ejecutor, nunca ve la situación de las bolas, pues está de espaldas a ellas, y sólo puede mirar a su jugador, sin posibilidad de enviarle mensaje alguno. Incluso el jugador es el único que se puede comunicar con el árbitro (mediante tableros de comunicación, pantallas digitales, etc.). Cada jugador cuenta con una canaleta en la que se introduce la bola. Por medio de movimientos de la mano, de los ojos, expresiones faciales, expresiones orales, …, va comunicando a su asistente la dirección y la inclinación que desea en la canaleta, de forma que la bola que el jugador sujeta (con la mano o con un artilugio colocado en la cabeza) quede cerca de la “bola-diana” una vez lanzada. Existen unos turnos, distintas mangas, distintas modalidades, que establecen las condiciones oficiales del deporte.
Como ya apunté, y además de las dos razones señaladas en líneas anteriores, lo que contemplo como auténticamente maravilloso, la clave del asunto, radica en la autonomía e independencia del jugador durante el juego. La primera enseñanza que recogí del ejemplar centro en el que trabajo fue que la comunicación y la autonomía eran dos pilares básicos de la educación en nuestra escuela (idea extensible a cualquier centro de educación especial, y probablemente de educación ordinaria). Y es así porque los niños continuamente encuentran barreras que exigen una mediación externa (la propia discapacidad, configuraciones del mobiliario urbano, prejuicios sociales, etc.). Esta falta de autonomía supone un gran problema en el desarrollo personal, en la formación de la imagen corporal, de la autoconciencia, de la autoestima, …; por eso, una actividad donde el participante tiene el control, puede establecer claras relaciones causa-efecto en base a su actuación, puede entrenarse y observar las consecuencias, o, finalmente, sabe que el aplauso recibido no tiene que ver con la buena voluntad del que aplaude, sino con su mérito real, y por eso sonríe y se emociona, es tan importante.
Unos alumnos de un centro educativo y su terapeuta acudieron a nuestra escuela para enseñarnos a jugar y ayudarnos a poner en marcha la idea. Ellos utilizan el deporte como tal, pero también como medio, mediante adaptaciones, para trabajar multitud de aspectos pedagógicos: secuenciación, clasificación, turnos, habilidades sociales, aspectos comunicativos, etc. Una vez más, y son muchas este año, una gran lección y unas personas estupendas que hemos conocido y que nos han mostrado parte de gran trabajo que realizan.