Secano y estepa de Monegrillo. Inspirando profundamente aire azul y verde.
Una actividad que trabajé en la escuela, aprendida de otro maestro, tenía que ver con el comienzo de las historias y de los libros. Los niños solían apreciar los inicios geniales y famosos de grandes obras de la literatura adulta o infantil para realizar mil juegos y piruetas con sus propias narraciones. Hace poco hablé con un compañero de libros y de sus inicios y acordamos regalarnos algunos posibles comienzos de hipotéticas historias. Me ha enviado el suyo, que comparto con vosotros esperando que os resulte atractivo y sugerente:
Los libros habían ocupado su vida durante los últimos meses. Una escurridiza enfermedad le mantenía en la cama desde hacía mucho tiempo, así que se abandonaba a las páginas de las más diversas obras. Desde revistas mensuales sobre cultura o naturaleza hasta novelas que podían tratar asuntos dispares como la vida de los aborígenes australianos o los últimos intentos científicos de alcanzar la Teoría del Todo.
Las palabras fluían por su mente y acababan por enredarse con sus propias ilusiones, miedos, e incluso sueños más íntimos, y, finalmente, junto a la fiebre y el malestar conducían hacia unos límites de la conciencia aún más difusos y distorsionados, de modo que los días avanzaban de manera lenta, pastosa e irreal. A los pensamientos sobre el origen del Universo o sobre el sentido de la existencia le podía seguir la envidia hacia la vida absolutamente libre de los últimos pobladores salvajes del planeta, o el asombro ante los versos desesperados de Bécquer. A continuación tomaba su medicación y dormía durante horas agitado por extrañas ensoñaciones.
En los últimos años, algunos problemas le habían conducido a una difícil situación personal, y principios activos como el alprazolam, la paroxetina, o el escitalopram formaban parte de su dieta diaria. Su psiquiatra se los recomendaba para modificar las parcelas de su personalidad que una incipiente depresión estaba alterando. Y, aunque le mantenían en un agradable letargo, no dejaba de cuestionar cómo unas sustancias químicas podían configurar otra persona. No entendía cómo unas pastillas convertían los miedos en tranquilidad, los nervios en calma, …; sentía miedo de no ser él, de dejarse convertir en otro, y, además, sentía también miedo de no tener aún claro quién era cuando ya tenía cuarenta y ocho años.
Las palabras fluían por su mente y acababan por enredarse con sus propias ilusiones, miedos, e incluso sueños más íntimos, y, finalmente, junto a la fiebre y el malestar conducían hacia unos límites de la conciencia aún más difusos y distorsionados, de modo que los días avanzaban de manera lenta, pastosa e irreal. A los pensamientos sobre el origen del Universo o sobre el sentido de la existencia le podía seguir la envidia hacia la vida absolutamente libre de los últimos pobladores salvajes del planeta, o el asombro ante los versos desesperados de Bécquer. A continuación tomaba su medicación y dormía durante horas agitado por extrañas ensoñaciones.
En los últimos años, algunos problemas le habían conducido a una difícil situación personal, y principios activos como el alprazolam, la paroxetina, o el escitalopram formaban parte de su dieta diaria. Su psiquiatra se los recomendaba para modificar las parcelas de su personalidad que una incipiente depresión estaba alterando. Y, aunque le mantenían en un agradable letargo, no dejaba de cuestionar cómo unas sustancias químicas podían configurar otra persona. No entendía cómo unas pastillas convertían los miedos en tranquilidad, los nervios en calma, …; sentía miedo de no ser él, de dejarse convertir en otro, y, además, sentía también miedo de no tener aún claro quién era cuando ya tenía cuarenta y ocho años.
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