Hoy he recibido en la escuela El Gorrión, la publicación que llega volando desde Labuerda invitando a conocer la actualidad y la vida del Sobrarbe. Si no fuera ansotano, seguramente me haría del Sobrarbe.
Hay varios aspectos por los que no estoy especialmente feliz en Peñarroya y por los que tengo ya ganas de marchar a otro lugar. Uno de ellos es el de mi probable falta de masculinidad, de virilidad, de hombría. El curso pasado un compañero de trabajo le dijo a uno de sus alumnos que los ciclistas, dado que se afeitan las piernas, eran “maricones”, y, siguiendo el silogismo, yo probablemente lo fuera. También algunas familias al observarme salir a correr por el monte o en bici, y generalmente con ropa ajustada, indicaron a sus hijos que igual era marica. Y finalmente hoy un niño de clase ha llegado preocupado al comenzar la mañana y me ha dicho que un tipo del pueblo de dieciséis años, un futuro terrorista en potencia, iba diciendo ayer que su maestro, yo, era maricón. El caso es que tanta opinión en armonía me tiene ya preocupado y quizá deba dejar asomar los pelos del pecho por el cuello de la camisa, mear en alguna esquina para marcar el territorio, acudir al trabajo cada mañana gritando al estilo de tarzán, o acudir cada sobremesa al bar para jugar al guiñote y beber coñac. Y, claro, jugar al fútbol, deporte de hombres donde los haya. Hay que estar por encima de estas cosas, es evidente; pero cansar, cansan un rato.
Hoy hablaba con la psicopedagoga adscrita al centro y con una compañera del CRA sobre los modelos familiares en torno a la educación de los niños. La primera contaba asombrada que en sendas charlas realizadas en otros pueblos, las pocas madres que habían tomado la molestia de acudir se mostraban totalmente impotentes ante las peticiones de los niños en la comunión: televisión para el cuarto, nintendo, ordenador para jugar, y móvil para comunicarse con el vecino que vive enfrente y de paso descargar fotos y vídeos porno y politonos con la estupidez de moda. A los pobres les hace ilusión, decían las familias y, además, como todos hacen lo mismo, no le voy a decir yo que no a mi niño.
Paréntesis: intento buscar los datos y conclusiones del proyecto emprendido en Francia consistente en que un grupo de colegiales y sus familiares se comprometieran a no ver la televisión ni usar otras máquinas infernales durante un mes, comprobando después cómo se habían modificado los patrones de comportamiento, los resultados académicos, las relaciones familiares, etc.
En la misma línea que comentaba, todas las madres que han hablado conmigo últimamente sobre problemas académicos de sus hijos comienzan buscando justificaciones en los despistes del niño, en la comunión y los regalos, etc., y concluyen afirmando que realmente no le dedican demasiado tiempo, que no pueden estar con él cada día leyendo, repasando, aprendiendo, ayudando. Al llegar a este punto, ya no sé bien qué decir. Simplemente pienso que un hijo es precisamente para eso, para estar al lado. En una charla de hace un tiempo, la psicopedagoga nombró algo que me gustó mucho: no se puede pretender modificar o incidir en la conducta de los niños únicamente con razonamientos y argumentos de adulto; los hábitos del niño se forjan en el día a día, en acompañarle a leer cada tarde, en ayudarle a organizar sus deberes y comprobar su agenda, en hacer juntos una excursión el fin de semana, etc. No en el “haz eso porque es tu obligación” o en el “como no hagas eso…”. Creo que mientras el acompañamiento diario del niño esté confiado a la TV, la videoconsola, y otras zarandajas, es panorama es poco favorable. Creo poder afirmar que tengo una estupenda relación con mis alumnos. Esta relación, la confianza ganada, estoy seguro se debe simplemente a haberles dedicado más tiempo del que obligatoriamente me correspondía. A hacer una excursión una tarde con ellos si se terciaba, a quedarme dos horas al salir de clase jugando en el frontón, o a quedarme muchos días ayudando para completar un artículo del blog. Creo que no hay más misterio que el tiempo dedicado.
Hace dos semanas una niña no sabía ir en bici. Incluso hubo un pequeño enfado de su madre al animarla para que consiguiera otra bicicleta de la talla adecuada para su hija. Finalmente, con algunos problemas, la niña está progresando muy bien en la unidad, y hoy su madre ha venido muy feliz para indicarme que le preguntara a su hija por el fin de semana, en el que participó en una excursión por la vía verde de Cretas. La madre estaba encantada de la autonomía mostrada por la niña, por lo feliz que había quedado, y por el refuerzo y estímulo encontrado para incidir sobre algunos problemas de autoestima, autoconcepto, o relaciones con los compañeros. Finalmente, conseguir la bici mereció la pena.