sábado, 7 de noviembre de 2009

DE LO QUE SE HABLÓ Y SE DISCUTIÓ SOBRE LA DISCAPACIDAD DURANTE UNA CENA HACE CINCO SEMANAS.

Hace unas semanas, durante una cena, varias personas se interesaron por mi experiencia en educación especial y plantearon sus ideas y dudas sobre la misma. El desacuerdo fue absoluto y lamenté profundamente la ausencia de algunos compañeros de trabajo brillantes que seguro hubieran sabido dar mejores y más firmes argumentos ante algunas propuestas absolutamente inaceptables y, en cualquier caso, inviables. Las desavenencias giraron en torno a tres aspectos:

- Les parecía una estupidez el cambio terminológico llevado a cabo en los últimos años en torno a la discapacidad. Relacionaban este hecho con la absurda corriente de lo políticamente correcto y les parecía estúpido, por ejemplo, que a algunos sonara mal “subnormal”, frente a síndrome de down, o minusválido, frente a discapacitado. Indiqué que los cambios en los comportamientos, en el respeto, en la consideración hacia algo inevitablemente se acompañan de cambios terminológicos que evidencian la diferencia conceptual surgida. Más aún, que algunos términos cargan con unas connotaciones negativas y unos prejuicios que exigen la sustitución si se pretende el respeto. Y más aún, sugerí La Seducción de las Palabras, de Alex Grijelmo, donde podrían sorprenderse con la carga implícita del lenguaje y sus términos. Mi argumentación no tuvo ningún éxito.

- En relación al citado empleo de términos peyorativos asociado a comportamientos irrespetuosos y, en ocasiones, humillantes, señalé que una parte de la población muy grande y sorprendentemente joven, aún mantenía un alejamiento y una desconsideración muy grande hacia el ámbito de la discapacidad. Esta idea surgió tras citar la anécdota descrita por aquí hace unas semanas en la que unos chicos de trece o catorce años caminaban por delante de mi centro de trabajo haciendo burlas y supuestas imitaciones de los niños que allí estudiaban. La respuesta argumentaba que los jóvenes suelen ser crueles por naturaleza, y que estos hechos no representaban un problema real, sino que eran meras bromas entre jóvenes. ¿Es así?, ¿son esos jóvenes transmisores de las concepciones e ideologías familiares?, ¿ser adolescente implica ser cruel y maleducado?, ¿serán seguramente esos chicos personas educadas y respetuosas cuando dejen de ser jóvenes?. Ahora se es joven, según dicen, hasta los treinta y cinco o los cuarenta, así que muchos colectivos han de esperar bastante para obtener su pretendido respeto.

- Por último, lo que me parece más importante, pues apunta hacia el núcleo del problema, hacia la consideración íntima y filosófica que tenemos las personas sobre la discapacidad y, creo que también, hacia la vida: el derecho que tienen los discapacitados a contar con ciertos derechos, ayudas, o consideraciones que tienen el resto de las personas o con derechos especiales que únicamente disfrutan ellos. Llegados a este punto en que cada uno tiene que mostrar sus cartas abiertamente, es cuando surgen las ideas más variadas y alejadas: “no me parece bien que sea un colectivo receptor de tantos recursos, pues los tengo que pagar yo con mis impuestos”; “además, si no pueden aprender casi nada ni progresar”; “¿por qué tienen que tener más derechos que yo o mi hija para acceder a puestos de trabajo?”, etc, etc, etc. Como se aprecia, estas ideas surgen directamente de la concepción que las personas tenemos de la sociedad, de la consideración hacia colectivos desfavorecidos, …, de la vida, por lo que son muy difíciles y delicadas de abordar.

En última instancia, también planteé, pensando que era obvio y con el ejemplo podría hacer entender algunas posturas y comportamientos, el problema existente en torno a la acondroplasia y los espectáculos cómico-taurinos del bombero torero. A través de Lamima, he conocido en los últimos años la lucha que tienen algunas personas por evitar un acto donde creen se humilla y se hace espectáculo del discapacitado, que aunque actúa libremente, acaba perjudicando a todo el colectivo. Aquí ya embarranqué directamente, pues todo el mundo estaba de acuerdo en que mi idea era estúpida y en que, finalmente, los prejuicios estaban en las mentes de las familias o las personas que se molestaban con esos festejos.

Acabé la cena sintiendo profundo malestar por haber sido tan inútil en la transmisión de mis ideas, y ciertamente desorientado por la distancia existente entre las ideas de una parte ¿importante? de la sociedad y el trabajo que realizan las personas vinculadas a la educación especial.