Se cuenta que un inspector
educativo, gran pedagogo de su época, intentó extender sus métodos a otros
oficios y comenzó con un carnicero. Era un gran aficionado a las chuletas a la
brasa, por lo que se asoció con su carnicero de confianza y apostó por
optimizar las ventas con sus técnicas burocráticas.
Tras una evaluación
preliminar, el inspector concluyó que los métodos del carnicero estaban
equivocados. Había demasiados aspectos que el carnicero resolvía a su antojo,
sin documento de apoyo alguno. Era urgente una objetivización del proceso de
venta cárnica en aras de una mayor calidad en la relación cortador de
carne-cliente.
Así, el carnicero fue
obligado a redactar un proyecto ideológico del negocio, un reglamento de régimen
interno para él y los clientes, con la tipificación pertinente de las
consecuencias de cada conducta que se pudiera presentar en el espacio de venta,
una secuenciación de sus objetivos para cada día de la semana, distribuidos por
franjas horarias, una programación de contenidos alimenticios en función de la
especie animal que sirviese en cada momento, y unas breves indicaciones sobre
la metodología empleada en cada corte. Igualmente, debía prever las posibles
adaptaciones para las carnes más duras de cortar y también para los clientes impertinentes,
no olvidando a los clientes especialmente educados que también debían recibir
una atención individualizada que no obviara sus necesidades y características
diferenciales. Cada documento debería revisarse trimestralmente para optimizar
su aplicación. En el menor tiempo posible, el carnicero tenía que explicitar e
implementar los instrumentos para evaluar cada parámetro del proceso de venta y
qué criterios emplearía para definir el grado de cumplimiento de los objetivos
definidos en primera instancia.
El carnicero quedó un tanto
desorientado, pensando que siempre había atendido a sus clientes del mejor modo
posible sin necesidad de tanto tecnicismo ni papeleo, confiado a la simple
voluntad de hacer bien su trabajo, para lo que se había formado durante varios años
de su juventud. En todo caso, así lo hizo: el inspector educativo era su mejor
cliente, solía hablar con palabras de gran profundidad y difícil articulación,
por lo que parecía lógico hacerle caso.
No sin problemas, el tiempo
fue pasando. Un día el carnicero, ya cansado de los documentos que se repartían
por los expositores de su negocio impidiendo prácticamente la presencia de la
carne, se permitió ciertas libertades al cortar un solomillo de ternera. Lo
hizo bien, llevaba 40 años en el gremio y no cabía duda de su capacidad, pero
el inspector le exigió que justificara semejante acto de rebeldía con el
solomillo. El pobre carnicero apenas pudo balbucear que lo cortó así “porque mi
formación como carnicero me permite discernir entre un buen y un mal corte, un
buen servicio y un mal servicio al cliente”. El inspector entró en cólera, pues
los más básicos preceptos programáticos habían sido mancillados. “¿Quién es ese
miserable para actuar con libertad y por encima de lo indicado en las órdenes
oficiales?”, “¡lo justifica con su voluntad de haber buscado siempre una buena
formación como carnicero!, como si eso importara al sistema de burocratización
que defiendo y represento”, gritaba lleno de rabia y amargura.
Dicen que el carnicero retomó
su actividad normal, vendiendo como toda la vida: intentando hacer bien su
trabajo como había aprendido en sus inicios e incluso esforzándose por aprender
con su ya avanzada edad. El inspector intentó aplicar su sistema de
objetivización de la realidad a numerosos gremios: carpinteros, actores de cine
erótico, desatascadotes de tuberías, médicos y biólogos especializados en
ornitología, pero todos rehusaron sus servicios. Finalmente tuvo que volver a
la escuela, pues los maestros eran el único colectivo que asumía con alegría y
dicha su presencia. Las malas lenguas cuentan que el inspector acabó sus días
manteniendo relaciones deshonestas con muchos de los documentos sin utilidad
que había generado a lo largo de su vida, dándoles, por fin, un uso.
Este documento de dudosa
procedencia está dedicado a todos aquellos que sufren al comprobar que el
oficio de maestro es el único que tiene que rendir cuentas constantemente sobre
cada una de las decisiones que se toman en el aula y que está supeditado a
documentos oficiales que desprecian por completo la labor y la formación del docente. También a aquellos que están convencidos de que, afortunadamente,
la realidad no se puede objetivizar, que la vida es complejísima, milagrosa, imprevisible, maravillosa, y que todos los que inventan procedimientos y palabras tan feas
deberían estar bien lejos de las escuelas.