La hizo Pablo, pero en este caso el mérito es del ser alado de vuelo errático, de la evolución, del milagro de la vida.
Son las once y cinco minutos de la mañana. Huele a enfermedad. Estoy en la clínica esperando ayuda para solucionar unos problemas digestivos. Sueños sin digerir, creo. El pasillo está despejado y luminoso, con grandes ventanales que ofrecen la visión de una agradable arboleda, magnífico para leer. Por desgracia, existen incrustadas en la pared varias pantallas de televisión estratégicamente colocadas para focalizar la atención de los pacientes que esperan. “Qué entretenido”, dice una abuelita que espera turno hasta la hora de no sé qué prueba en la que le introducen unos extraños artilugios en sus entrañas. Allí, en esas cajas de la pared que conectan con el mismísimo infierno, aparecen en este instante dos mozos, un tal Ciril y una tal Paula, que sufren una gran desazón ante algún inoportuno hecho que dificulta su caminar en la vida. Que se han enfadado, o acostado con otros, o algo similar, quiero decir.
Cierro mi libro y comienzo a pensar en lo de siempre. Me planteo una vez más los ingentes esfuerzos que se realizan en mil escuelas por fomentar la lectura, por hacer florecer el espíritu crítico, la curiosidad, por hacer personas más racionales, …, y en el exterior están Ciril, Paula, y un gran séquito de personajes insertados en programas similares que penetran en los cuerpos de los niños cada tarde durante largas horas.
Como cada día me observo más pequeño, intento ser mucho más prudente y moderado, pero aún así, sigo sin concebir cómo no se hacen esfuerzos reales para proteger a los niños (y al resto de personas) del indigno contenido de la televisión: de las series destinadas a adolescentes llenas de modelos de consumo irresponsable, de sexo, de violencia, de conductas antiescolares, de los programas en horario de máxima audiencia infantil, de la misma programación infantil. No sé si la explicación es sencillamente económica, creo que sí; lo que resulta evidente es que el papel asignado a la escuela dentro de la sociedad queda relegado y en un tercer plano ante influencias tan contrarias y poderosas desde variados frentes, como el de la televisión. ¿Por qué no se invierte en cultura en tales ámbitos con la ilusión de un futuro mejor?, ¿representa lo anterior un fin de menor categoría que la acumulación infinita de dinero?, ¿vivimos los que pensamos con tal candidez en universos paralelos alejados de la realidad?
Por la noche, caminando al encuentro de una persona maravillosa y magnífica, una de las dos o tres miradas más cautivadoras que han existido en el planeta tierra, me crucé con ocho o diez panes que reposaban en un banco, intactos y atractivos. Dudo que fueran fruto de alguna multiplicación. Ya saben que tengo fuerte inclinación por el tema panadero, que es un tema recurrente en mis pensamientos (si algún día un crítico del movimiento blog analizara este lugar, el pan sería uno de sus ejes vertebradores, o eso diría; quizá sirva esta idea para el entierro, Jaime), por lo que no deja de parecerme una desgracia que, ante semejante regalo de los dioses de la naturaleza, y ante las penurias alimenticias de nuestros vecinos del sur, nuestros panes sean abandonados en mitad de la calle.
Sigo girando y girando, pero sin una finalidad demasiado clara.
Son las once y cinco minutos de la mañana. Huele a enfermedad. Estoy en la clínica esperando ayuda para solucionar unos problemas digestivos. Sueños sin digerir, creo. El pasillo está despejado y luminoso, con grandes ventanales que ofrecen la visión de una agradable arboleda, magnífico para leer. Por desgracia, existen incrustadas en la pared varias pantallas de televisión estratégicamente colocadas para focalizar la atención de los pacientes que esperan. “Qué entretenido”, dice una abuelita que espera turno hasta la hora de no sé qué prueba en la que le introducen unos extraños artilugios en sus entrañas. Allí, en esas cajas de la pared que conectan con el mismísimo infierno, aparecen en este instante dos mozos, un tal Ciril y una tal Paula, que sufren una gran desazón ante algún inoportuno hecho que dificulta su caminar en la vida. Que se han enfadado, o acostado con otros, o algo similar, quiero decir.
Cierro mi libro y comienzo a pensar en lo de siempre. Me planteo una vez más los ingentes esfuerzos que se realizan en mil escuelas por fomentar la lectura, por hacer florecer el espíritu crítico, la curiosidad, por hacer personas más racionales, …, y en el exterior están Ciril, Paula, y un gran séquito de personajes insertados en programas similares que penetran en los cuerpos de los niños cada tarde durante largas horas.
Como cada día me observo más pequeño, intento ser mucho más prudente y moderado, pero aún así, sigo sin concebir cómo no se hacen esfuerzos reales para proteger a los niños (y al resto de personas) del indigno contenido de la televisión: de las series destinadas a adolescentes llenas de modelos de consumo irresponsable, de sexo, de violencia, de conductas antiescolares, de los programas en horario de máxima audiencia infantil, de la misma programación infantil. No sé si la explicación es sencillamente económica, creo que sí; lo que resulta evidente es que el papel asignado a la escuela dentro de la sociedad queda relegado y en un tercer plano ante influencias tan contrarias y poderosas desde variados frentes, como el de la televisión. ¿Por qué no se invierte en cultura en tales ámbitos con la ilusión de un futuro mejor?, ¿representa lo anterior un fin de menor categoría que la acumulación infinita de dinero?, ¿vivimos los que pensamos con tal candidez en universos paralelos alejados de la realidad?
Por la noche, caminando al encuentro de una persona maravillosa y magnífica, una de las dos o tres miradas más cautivadoras que han existido en el planeta tierra, me crucé con ocho o diez panes que reposaban en un banco, intactos y atractivos. Dudo que fueran fruto de alguna multiplicación. Ya saben que tengo fuerte inclinación por el tema panadero, que es un tema recurrente en mis pensamientos (si algún día un crítico del movimiento blog analizara este lugar, el pan sería uno de sus ejes vertebradores, o eso diría; quizá sirva esta idea para el entierro, Jaime), por lo que no deja de parecerme una desgracia que, ante semejante regalo de los dioses de la naturaleza, y ante las penurias alimenticias de nuestros vecinos del sur, nuestros panes sean abandonados en mitad de la calle.
Sigo girando y girando, pero sin una finalidad demasiado clara.