Si teclean en su buscador TDAH, es decir, trastorno por déficit de
atención e hiperactividad, obtendrán unos cuantos millones de resultados. Darán
con pedagogos de moda desmontando lo que consideran una patología irreal creada
por un sistema educativo anacrónico y una sociedad enferma, encontrarán a
psiquiatras delimitando la patología y su tratamiento, podrán escuchar
testimonios de niños, padres, y cualquier otro hecho que realmente deseen analizar.
Mis pretensiones son muy humildes.
Llegué a este asunto de la escuela hace unos cuantos años y prácticamente no se
nada de ella ni de ninguna otra cosa. No dispongo de estadísticas sobre la
evolución en el tiempo de este trastorno, de la definición médica precisa, de
los datos reales de niños diagnosticados en nuestra comunidad o en el país. Mi
datos se limitan a la experiencia en los centros por los que he pasado. En
estos lugares sí existe un pensamiento colectivo generalizado de que cada vez
es mayor el número de niños diagnosticados con TDAH y, por tanto, medicados
para ello.
(Retomo la escritura que quedó aparcada
ayer. Además, escribo rápido pues tengo unas cuantas emergencias vitales que
atender).
Entre muchas, dos circunstancias para
considerar:
- - Aumenta cada día la frecuencia de
familias y tutores que me indican que tal niño está medicado, que le están
ajustando las dosis y que recojamos información sobre cómo se encuentra a tal o
cual hora, por si al alquimista se le ha ido la mano o, al contrario, el niño
aún da síntomas de eso, de ser niño. Si está un poco desmandado por la mañana,
pues un poco más de chute en el desayuno y así el mocete vendrá finamente
narcotizado. De hecho, en reuniones maestriles se justifican con normalidad
conductas de los niños en base a desajustes de la medicación, a cambios en las
dosis, etc. ¡No en referencia a criterios pedagógicos!
- - B es una alumna muy joven. Apenas hace
siete años que conoce el mundo. Durante los primeros meses de curso mantuvo un
comportamiento mejorable en EF. Mejorable del modo en que son mejorables otros
cincuenta millones de comportamientos. Se despistaba, incumplía algunas normas,
una pelea de vez en cuando. Por otra parte, era especialmente cariñosa y ponía
interés en mejorar. Estos asuntos se comentaron con su familia, que
maravillosamente se prestó a colaborar y a tener un seguimiento periódico para
que la situación mejorase. Al cabo de unos meses, estaba encantado con la niña
y con la familia, pues el comportamiento era prácticamente perfecto y la niña
trabajaba de modo excelente en las clases. De todos modos, al cabo de unas
cuantas semanas acudieron al médico, que diagnosticó a la niña con las famosas
siglas y le recetó la pastilla conveniente. Al enterarme me quedé
perplejo, pues B, hasta donde alcanzo a valorar, encaja perfectamente con la
normalidad y con lo que se supone es un comportamiento que la educación, el
trabajo diario, los hábitos, el cariño, …, deben ir encaminando hacia mejoras
progresivas. Incluso los informes médicos hablaban del comportamiento en
términos de normalidad. Me quedó la terrible sensación que era cuestión simple
de un cambio: un cambio del esfuerzo diario de caminar junto a un niño por el
gesto de dar una píldora que haga, teóricamente, algo parecido. Pastilla a
cambio de esfuerzo, de educación. Puestos a lanzar palabras, que no cuesta
nada, creo que es un síntoma de nuestra enfermedad social: tender hacia todos
los senderos que limitan el esfuerzo, la dignidad, la constancia…, bien
aprovechándonos del prójimo, bien con una sustancia química, bien con el medio
más rápido y fácil que tengamos a mano.
Cada día dejamos menos a los niños
hacer de niños. Prohibimos sus juegos en las plazas y en las calles, les
llenamos el horario de actividades organizadas que les mantienen ocupados y
cuidados, les negamos el contacto con el mundo natural con el que llenar su
vida de movimiento y descubrimientos, les negamos el mismísimo juego, les
obligamos a vivir a una velocidad estúpidamente creada por los adultos.
Finalmente les negamos las conductas auténticas que significan ser niño: el
movimiento, la inquietud por ir de aquí para allá, la alegría del juego libre y
espontáneo. Más aún, lo penalizamos con un castigo o una pastilla.
No tengo claro si un pesimista se alegra cuando constata que tiene razón. Cada
día compruebo que me quedo corto en mis perspectivas sobre la podredumbre de
nuestra especie. Los adultos occidentales vivimos una confusa fiesta llena de
alucinógenos, desahucios, mentiras y excesos. El problema temible es que, ni
siquiera son simples espectadores, invitamos a los niños a participar en
nuestro despropósito.