lunes, 6 de febrero de 2012

AL OTRO LADO DEL CALCETÍN.


No está claro qué es este blog. Hay escritos desde la risa y desde el llanto. Sobre abuelas queridas, sobre amantes, sobre niños e incluso sobre alcaravanes. En todo caso, ya no existe posibilidad de remediarlo.

Escribo ahora con mi recién recuperada mano derecha. Ha sido una mano fosilizada durante unos días que han parecido años. Lo peor de todo no ha estado en la mano, sino en la mente o incluso en el alma. La pobre mano izquierda ha tenido que hacerse cargo de la situación, pero realmente no ha estado a la altura. Los límites del cuerpo, de por sí imprecisos, se han difuminado. El significado de la izquierda y la derecha se hacía y se deshacía en cada trazo, lo que generaba garabatos e ideas extrañamente retorcidas: como una especie de excremento de gineta muy perfeccionista y puntillosa. Cuando la mano busca un punto del propio cuerpo y, por sorpresa, se encuentra con otro, no sabes bien qué pensar. Pensabas que lo que tu cuerpo es estaba claro, pero un pequeño contratiempo altera esa supuesta certeza. De las pocas que te quedaban. Y entonces ya no sabes qué pensar del mundo. Ahora que han desenterrado mi mano derecha no sé qué pasará con la izquierda; cómo será el nuevo dibujo de mi cuerpo.

Entre tanto, la perversa ola de frío ha cubierto el monte de blanco. Muchos compañeros me han advertido con frecuencia que los libros me influían y condicionaban demasiado. Que vivía arrastrado por la inercia de las últimas páginas que hubieran entrado al cerebro. Y probablemente sea cierto. Recuerdo nítidamente la página de La Caverna en la que Cipriano Algor sufre un cortocircuito mental cuando contempla la tienda de sensaciones naturales del Grancentrocomercial. Creo que la he nombrada aquí en el pasado. Desde entonces estoy profundamente obsesionado con las sensaciones naturales y con los grandescentroscomerciales. Para bien y para mal. Incluso creo que mi vida gira en torno a las primeras. El asunto es que la citada ola perversa y siberiana ha permitido correr por lugares inhóspitos acompañado por un sentimiento de recogimiento y quietud difícilmente alcanzable. A cada zancada le sucedía la crepitación de la nieve, todos los sonidos parecían amortiguados, por lo que acababas llegando al murmullo de la propia respiración y de lo que aún no sé con seguridad qué es. Ya les contaré.

Viva Saramago (y, en otro orden de cosas, Millás, claro; permíteme la imitación)