Me resulta apasionante seguir los debates y ensayos que elucubran acerca de la especial naturaleza de nuestra especie (recuerdo ahora, por cierto, una interesantíma La Naturaleza Humana, de Jesús Mosterín), de nuestra excepcional diferencia con (el resto de) los animales, de nuestra exclusiva capacidad racional. De nuestra superioridad, en definitiva. Es asombroso y divertido conocer la historia de esta comparación egocéntrica e interesada desde tiempos remotos y cómo va adaptándose y cambiando a medida que los descubrimientos científicos la van dejando en sonrojante evidencia.
El hombre continuamente ha buscado su singularidad en el entorno en que ha vivido, intentando establecer una descripción de su mundo que siempre le ha resultado absolutamente favorecedora, bien autoproclamándose la especie inteligente, bien atribuyendo condiciones especiales a distintos elementos de su vida (la astronomía ha desenmascarado toda una serie de falsas creencias en las que sucesivamente los humanos situaban su planeta, su sistema solar, o su galaxia en el centro y lugar fundamental del Cosmos, por ejemplo; supongo que las guerras donde un país se autoseñala superior a otro son parte de lo mismo), pero la evidencia científica pone al descubierto su vanidad y le obliga a formular otros supuestos más refinados, e igualmente falsos. A este respecto, son divertidas algunas preguntas, y sus posibles respuestas, que se pueden formular relacionadas con algunas de nuestras singulares singularidades, como la religión: por ejemplo, las razones que llevan a un Dios a fijarse en una especie tan normal, entre millones, dentro de una galaxia tan normal, entre otros miles de millones de galaxias normales con miles de millones de sistemas solares normales. O a preguntar, sencillamente, si las ratas también tienen su cielo y su salvación particulares, o quedan fuera de este juego. O incluso los simpáticos escarabajos ¿qué ocurre con ellos al morir?. ¿Tiene tiempo Dios para ocuparse de los coleópteros?.
El hombre continuamente ha buscado su singularidad en el entorno en que ha vivido, intentando establecer una descripción de su mundo que siempre le ha resultado absolutamente favorecedora, bien autoproclamándose la especie inteligente, bien atribuyendo condiciones especiales a distintos elementos de su vida (la astronomía ha desenmascarado toda una serie de falsas creencias en las que sucesivamente los humanos situaban su planeta, su sistema solar, o su galaxia en el centro y lugar fundamental del Cosmos, por ejemplo; supongo que las guerras donde un país se autoseñala superior a otro son parte de lo mismo), pero la evidencia científica pone al descubierto su vanidad y le obliga a formular otros supuestos más refinados, e igualmente falsos. A este respecto, son divertidas algunas preguntas, y sus posibles respuestas, que se pueden formular relacionadas con algunas de nuestras singulares singularidades, como la religión: por ejemplo, las razones que llevan a un Dios a fijarse en una especie tan normal, entre millones, dentro de una galaxia tan normal, entre otros miles de millones de galaxias normales con miles de millones de sistemas solares normales. O a preguntar, sencillamente, si las ratas también tienen su cielo y su salvación particulares, o quedan fuera de este juego. O incluso los simpáticos escarabajos ¿qué ocurre con ellos al morir?. ¿Tiene tiempo Dios para ocuparse de los coleópteros?.
Nada, únicamente intento percibir la vida con los ojos de una rana bermeja de un fascinante valle pirenaico en pleno celo, preocupada por subirse sobre una buena hembra, copular con ella, y apretarle las entrañas para que suelte los valiosos huevos que permitirán asegurar la continuidad de su material genético, o con los de un intrépido sarrio que únicamente piensa en cómo pasar otra noche a cinco grados bajo cero cuando ya lleva varios días mojado por la lluvia y congelado por la ventisca en medio de montañas y silencios abismales. Y son percepciones interesantes, no crean.