He dado en el diccionario con
la palabra plañidera. En su segunda acepción: Mujer llamada y pagada que
iba a llorar a los entierros. La palabra, su arquitectura, me parece magnífica.
Me parece de una sonoridad curiosísima, con su eñe tan bonita y que además me
hace pensar en cosas de la infancia, me suena a juego y alegría, a música y a pueblo. Curiosamente
nada más lejos de la realidad; en su definición está la otra parte de su
grandeza, o de su miseria: el retrato del espíritu humano, o de una parte al
menos, dispuesto a pagar lágrimas para aparentar la cantidad suficiente de
pena. Póngame tres cuartos de desolación y un poco de lástima. Nuestra
capacidad de mercantilizar la realidad es infinita.
Llego
a esta palabra a través de Mendigos y orgullosos, el libro de Albert Cossery (entrevista poco antes de su muerte),
personaje que abandonó este mundo hace unos pocos años y cuya vida está a punto
de ser editada en la obra Tras Albert Cossery, del escritor aragonés José Luis
Galar gracias al método de micromecenazgo.
Albert
Cossery creo que hubiera sido muy buen amigo de Henry David Thoreau. Imagino
que los dos hubieran vivido en la cabaña del lago Walden maldiciendo el rumbo
de la sociedad y a la vez partiéndose de risa por su estupidez. Igualmente,
Thoreau hubiera sido un gran compañero de habitación de Cossery en París, en una habitación del hotel La Louisiane. Seguro
que Cossery hubiera accedido a la petición de Thoreau de quitar las cortinas e
incluso la mesa del cuarto para evitar tener que limpiarlas. En todo caso, quizá
Thoreau no se hubiera acostumbrado al bullicio parisino de la época y hubiera
pedido a su compañero de piso emigrar a los Alpes o, más cerca, a cualquier
paraje tranquilo y alejado de Ardenas, Borgoña o Alta Normandía, donde montar
su casa, cultivar sus verduras, leer y vivir tranquilos.
Las vidas que se alejan de lo
convencional y persiguen ideales hasta las últimas consecuencias señalan con
precisión minuciosa nuestro acomodamiento e inacción.