martes, 28 de septiembre de 2010

EL RUMANO QUE SE DUERME Y LOS NIÑOS QUE YA MIRAN CON PRISMÁTICOS.

Mi escala del mundo: hora, proporciones, medidas, relaciones y amores exactos


Un carnicero con cuarenta años a las espaldas de profesión, un par de indios, tres o cuatro chinos, dos rumanos, y tres árabes. Forman la clase que recibe las enseñanzas para obtener, o para el reciclado obligatorio, el carnet de manipulador de alimentos. El profesor enfatiza la necesidad de lavarse las manos antes de coger los alimentos, de no trabajar con la ropa de calle o no callejear con la ropa de trabajo, de lavar con lavavajillas los utensilios de los bares, de lavarse las manos después de hacer pipí, etc. Conforme avanza la clase, uno de los rumanos se duerme, dos chinos se van a la salida para hablar por el móvil, y uno de los indios aprovecha para mandar unos mensajes atrasados. Los demás, mientras, piensan en cosas sorprendentemente diversas. No me digan que no es esta una escena maravillosamente surrealista y divertida.


El trabajo en la escuela avanza de una forma lenta, viscosamente lenta, pues perdemos demasiado tiempo en asuntos que deberían estar superados hace tiempo y que tienen que ver con la responsabilidad personal, la madurez, la autonomía. El segundo ciclo, tercero y cuarto de primaria, me parece un momento en el que estos hábitos de trabajo, de organización, son pieza clave para el futuro de los niños. En todo caso, cada día que pasa vamos mejorando y la clase se comienza a parecer a lo que quiero que sea. He traído a Ansó varios cientos de libros. Todo el mundo me pregunta por qué he hecho esto, para qué quiero aquí el Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte o la edición facsímil de Las Mujeres de Mañana. Para qué esas montañas de libros apiladas por todo el salón que ahora esperan una nueva estantería y una reparación del techo que cae a trozos cada día. Respondo algo que supongo es pura palabrería, insustancial, hueco, pero es lo que me surge: que sin mis libros no soy nada, que soy lo que ellos me han enseñado o sugerido, y que sin ellos me sentiría como si hoy hubiera acudido a la reunión de padres en calzoncillos. Que en caso de huida repentina los cogería a ellos antes que a algunas partes de mi propio cuerpo. Como decía, la clase se va pareciendo a la clase que quiero, y por ella ya circulan varias decenas de estos libros cada día. En unos casos para ver la portada, en otros para introducir una historia, para leer las primeras líneas, o simplemente para observar una foto. También la labor de maestro sanguijuela comienza su trabajo y en clase ya se pueden observar puestas en práctica ideas de los maestros luminosos de referencia: cuadernillos de poesía, una pared llena de fotos, otra llena de noticias comentadas, cuadernos de campo, etc. Hace poco unos niños ya pasaron casi una hora mirando con los prismáticos (dando lugar a una de las más fascinantes posturas metafóricas que puedo evocar sobre lo que significa la escuela) por la ventana y en el día a día comenzamos a sentir algunas complicidades muy necesarias y satisfactorias.


Quizá el reto planteado para este curso sea el de sistematizar y abordar estructuradamente contenidos y aspectos que he ido tocando con distintos grados de profundidad y desorden en años anteriores. Al respecto, los años piagetenses me han dado lecciones infinitas que no permiten equivocación alguna.


Aquí de nuevo, en el mismo recreo, con parecidos niños, con la mirada hacia los mismos montes, sintiendo la maravillosa sensación de acompañarles mientras recorren algunos de los años más espectaculares de sus vidas.