martes, 15 de noviembre de 2005

Las aguas van retornando a su cauce tras la tormenta vivida en forma de concurso de traslados. (Para los que tengan interés y no lo conozcan: una vez aprobada la oposición, en Aragón te envían el primer año a tu destino provisional de prácticas, que suele ser un destino bastante acorde con tus intereses. Durante el comienzo de curso de ese primer año, debes ordenar un listado infinito de centros, y según las vacantes dejadas por maestros más antiguos y con más puntos, te asignan tu destino definitivo, donde podrías, si quisieras, permanecer toda tu vida laboral). Uno no se da cuenta de lo grande que es Aragón, y de la cantidad de pueblos conocidos y desconocidos que incluye hasta que no hace un concurso de este tipo.
El domingo me sentí auténticamente mareado de pensar las vidas tan distintas que me podrían deparar cada uno de los posibles destinos: niños, entorno, padres, distancias, felicidad...
Por otra parte hoy he tenido la primera reunión del curso con una madre de unos alumnos. La señora es una persona muy educada y amable, pero sigo sintiendo gran incertidumbre en situaciones de este tipo. Se puede decir que no me gustan nada. Ya he vivido algunas situaciones difíciles de manejar donde algunos padres pierden el control y la educación, y realmente es algo muy desagradable. Muchas de estas veces creo que un problema es que padres y profesores hablan de una realidad que perciben de un modo totalmente diferente.
Otras veces, conocer cierta preocupación y algunas dudas de las familias ayuda a espabilar y darte cuenta que la profesionalidad debe ser máxima porque lo que estás haciendo es muy importante.
Por último, algunos ya lo saben: hace poco tuve la ocasión de escuchar a mi abuelo contar algunas cosas sobre su infancia. Puedo resumirlo en que con 9 años tuvo que salir pitando de su casa, Villarroya de los Pinares (Teruel), con su familia y con lo puesto mientras caían balas a escasos metros. Unos cuantos años de estar medio escondido, otros cuantos años de volver y seguir medio escondido, un padre en la cárcel, una madre marcada y objeto de burla, un poco de hambre. Y la escuela: contaba aún con resignación cómo en los años de la posguerra, el poco tiempo que tuvo para ir al colegio podía permanecer horas en la clase sin que la maestra se dirigiese a él para nada, ni corregir, ni ayudar, nada. Es decir, entrar, sentarse, esperar, levantarse, salir.
Siento vértigo al pensar en la cercanía de estos relatos. Siento gran tristeza al darme cuenta que estas historias se van perdiendo poco a poco, con la repetida sensación de que no hacemos todo lo que podemos por escucharlas y aprender de ellas, honrando así, al menos, la memoria del que las cuenta.