Peñarroya y sus revistas llenas de Palabras.
Los centros de educación especial suelen tener algún centro de educación ordinaria de referencia en el que realizar distintas actividades conjuntas. Incluso, como en el caso de la escuela en la que trabajo, directamente son instalaciones contiguas para facilitar tales actividades. Así, hay alumnos en situación de educación combinada, que realizan asignaturas en ambos centros, niños que realizan actividades extraescolares en la escuela ordinaria, recreos compartidos en ambos lugares, o clases que colaboran en diferentes actividades de integración, por un lado, y sensibilización, por otro. O que, simple y llanamente, juegan juntas.
Ayer precisamente pasaba una clase del otro centro para compartir el tiempo de recreo. Era primera vez que pasaban: niños de infantil, una cantidad ingente de ellos hasta el punto de parecer una especie de invasión de alienígenas bajitos y silenciosos, expectantes y curiosos. Cuando los vi, me planté delante de su fila, les cerré la puerta del pasillo que debían atravesar y les indiqué fingiendo enfado que por allí estaba prohibido pasar. Rápidamente mostraron una cara a medio camino entre la sorpresa y el susto, mientras sus cincuenta o cien ojos miraban alternativamente a su profesora y a mí. Hecha la broma, les pregunté si querían ver la sala de Educación Física que teníamos y me respondieron que sí, lógicamente. Al entrar, se sorprendieron de nuevo ante algunos materiales y, aquí el motivo de esta entrada y de la cavilación, cuando les dije que jugaran un rato si les apetecía, comenzaron a correr como posesos, a saltar sobre las colchonetas, o a moverse compulsivamente dentro de la piscina de bolas. Todo en medio de un griterío fantástico y de un desbarajuste general. En el momento preciso, la maestra les indicó que hicieran una fila para marchar, la formaron y desaparecieron en busca de otro espacio que colonizar.
Y allí me quedé pensando, en medio de la sala vacía, con el aullido lastimero de un par de pelotas que habían sido retorcidas hasta la luxación, tras semejante espectáculo de movimiento y sonido. Después de tres meses en este colegio, la educación física no es la asignatura en la que de distintas maneras los niños plasman ese movimiento por el que aún siente tantísimo placer y que surge de un modo espontáneo, sino que muchos niños, por distintas razones (escasas experiencias previas, nivel motriz precario, relaciones con los compañeros poco funcionales,…), no manifiestan un impulso natural hacia el juego y el movimiento, lo que condiciona, dificulta, y cambia absolutamente el sentido de las clases y del trabajo del maestro de EF.
También, tras tres meses de fallos, errores, e inquietudes, uno ya acaba perdiendo la conciencia de lo que sabe hacer y, especialmente, de lo que sabía hacer. Se cuestiona si realmente en el pasado hizo en realidad algo provechoso o la incompetencia presente es trasladable a los cursos precedentes. Los recuerdos son muy puñeteros y la ciencia evidencia que están absolutamente modelados por la mente, quién sabe. La cuestión es que observar a esos niños en tal punto de ebullición me recordó con viveza que los años pasados trabajaba en algo distinto, y me tranquilizó pensar que quizá algún día sí pude hacer, quizá, algo con sentido.
En pocas horas saludaré a los niños con los que he compartido los últimos dos años de vida. Los niños de Peñarroya que me hacen feliz aún con sus cartas. Y el lunes escribiré una entrada muy especial que será realizada con todo el cariño que sea capaz de reunir.
(Pablo, escribe, buen hombre; Jaime, cuando quieras).
Los centros de educación especial suelen tener algún centro de educación ordinaria de referencia en el que realizar distintas actividades conjuntas. Incluso, como en el caso de la escuela en la que trabajo, directamente son instalaciones contiguas para facilitar tales actividades. Así, hay alumnos en situación de educación combinada, que realizan asignaturas en ambos centros, niños que realizan actividades extraescolares en la escuela ordinaria, recreos compartidos en ambos lugares, o clases que colaboran en diferentes actividades de integración, por un lado, y sensibilización, por otro. O que, simple y llanamente, juegan juntas.
Ayer precisamente pasaba una clase del otro centro para compartir el tiempo de recreo. Era primera vez que pasaban: niños de infantil, una cantidad ingente de ellos hasta el punto de parecer una especie de invasión de alienígenas bajitos y silenciosos, expectantes y curiosos. Cuando los vi, me planté delante de su fila, les cerré la puerta del pasillo que debían atravesar y les indiqué fingiendo enfado que por allí estaba prohibido pasar. Rápidamente mostraron una cara a medio camino entre la sorpresa y el susto, mientras sus cincuenta o cien ojos miraban alternativamente a su profesora y a mí. Hecha la broma, les pregunté si querían ver la sala de Educación Física que teníamos y me respondieron que sí, lógicamente. Al entrar, se sorprendieron de nuevo ante algunos materiales y, aquí el motivo de esta entrada y de la cavilación, cuando les dije que jugaran un rato si les apetecía, comenzaron a correr como posesos, a saltar sobre las colchonetas, o a moverse compulsivamente dentro de la piscina de bolas. Todo en medio de un griterío fantástico y de un desbarajuste general. En el momento preciso, la maestra les indicó que hicieran una fila para marchar, la formaron y desaparecieron en busca de otro espacio que colonizar.
Y allí me quedé pensando, en medio de la sala vacía, con el aullido lastimero de un par de pelotas que habían sido retorcidas hasta la luxación, tras semejante espectáculo de movimiento y sonido. Después de tres meses en este colegio, la educación física no es la asignatura en la que de distintas maneras los niños plasman ese movimiento por el que aún siente tantísimo placer y que surge de un modo espontáneo, sino que muchos niños, por distintas razones (escasas experiencias previas, nivel motriz precario, relaciones con los compañeros poco funcionales,…), no manifiestan un impulso natural hacia el juego y el movimiento, lo que condiciona, dificulta, y cambia absolutamente el sentido de las clases y del trabajo del maestro de EF.
También, tras tres meses de fallos, errores, e inquietudes, uno ya acaba perdiendo la conciencia de lo que sabe hacer y, especialmente, de lo que sabía hacer. Se cuestiona si realmente en el pasado hizo en realidad algo provechoso o la incompetencia presente es trasladable a los cursos precedentes. Los recuerdos son muy puñeteros y la ciencia evidencia que están absolutamente modelados por la mente, quién sabe. La cuestión es que observar a esos niños en tal punto de ebullición me recordó con viveza que los años pasados trabajaba en algo distinto, y me tranquilizó pensar que quizá algún día sí pude hacer, quizá, algo con sentido.
En pocas horas saludaré a los niños con los que he compartido los últimos dos años de vida. Los niños de Peñarroya que me hacen feliz aún con sus cartas. Y el lunes escribiré una entrada muy especial que será realizada con todo el cariño que sea capaz de reunir.
(Pablo, escribe, buen hombre; Jaime, cuando quieras).