Mientras el curso va acabándose, indolente, ajeno, como empezó y como ha sido mientras ha estado, me he encontrado por el pasillo con la Niña Lagartija. En cinco minutos ha saltado veinte veces, ha realizado varios ejercicios gimnásticos, ha trepado por mi espalda, por la pared, me ha contado lo que ha hecho en los últimos días y lo que va a hacer en los siguientes, incluso ya tiene planes para el curso próximo. Ella no sabe que probablemente se inicie el procedimiento para que valoren si sufre algún trastorno moderno relacionado con la hiperactividad o el déficit de atención. Si esta evaluación concluye afirmativamente la Niña Lagartija tomará unas pastillas que la convertirán en una Niña Tranquila adaptada a las circunstancias: escuchará durante horas a los adultos sin molestar, estará sentada cinco horas, al menos, cada día sin moverse, etc. Una evaluación alternativa de la Niña Lagartija fácilmente podría concluir que es una niña con energía desbordante, con pasión por moverse y jugar, por aprender. Una niña que está descubriendo su cuerpo y el Mundo, en resumen. Una niña y nada más.
Este curso que en un par de horas desaparecerá del presente acudiendo al inexistente pasado ha planteado muchas analogías con la escuela de Peñarroya de Tastavíns en la que trabajé hace ya cinco años. La diferencia principal es que entonces mantuve una actitud negativa ante las situaciones que no comprendía y ahora he aprendido en alguna medida a centrarme en hacer mi trabajo del mejor modo posible y dejar pasar los problemas en los que no puedo aportar nada para su solución. Quizá tal como funcionan muchas escuelas debería ser esta una asignatura importante en nuestra formación: Didáctica subterránea o El maestro que siempre asiente podrían ser denominaciones acertadas.
Una de las mejores emociones de los últimos meses de curso, del curso realmente, ha sido la visita de los niños de Ansó al colegio Jean Piaget. Celebraban una actividad de convivencia por tercer año consecutivo y tuve la suerte de poder colaborar con ellos por haber participado en la idea los años precedentes. En primer lugar, para el órgano del afecto, allí donde se encuentre, es un gran privilegio reencontrarme con alumnos con los que tan feliz fui y comprobar que me recuerdan con cariño, que se despiden con un sentido abrazo. Es maravilloso también comprobar su maduración, la evolución de su expresión, de su pensamiento. Dentro de esos días de alegrías, otra enorme fue la de comprobar cómo mi excelente compañera en Ansó, Carmen, acompañante de los niños en este caso, disfrutaba la gran experiencia de conocer el Jean Piaget durante tres días: los niños, los maestros, los cientos de ideas que circulan atareadas por los pasillos de un sitio para otro en cada instante. Probablemente tuve mi mejor versión de maestro cuando trabajaba con Carmen; le he contado tantas cosas sobre esta escuela que me encantó que pudiera vivir en primera persona muchas de esas historias escuchadas y que acabara tan satisfecha con la actividad y agradecida por haber participado en ella. También me quedo con la combinación en la cara de los maestros participantes de cansancio por tres días llenos de trabajo y de alegría al observar a los niños que volvían a vivir una experiencia muy importante para su formación.
Ayer compartí con algunos compañeros, algunos de los mejores maestros del planeta, un tiempo que dedicamos en buena medida a hablar del curso. Después de tratar abundantes temas con variados puntos de vista, me fui a casa considerando por qué esta corriente que se impone en las escuelas nos obliga, o pretende obligar, a actuar de una forma tan artificial, de una forma que no funciona y que nadie aplica en su vida ordinaria, con sus amigos, con su familia. ¿Por qué en la escuela no actuamos con la normalidad que rige otros órdenes de la vida y nos empeñamos en aplicar normas y leyes que no tienen absolutamente nada que ver con la realidad?