El título es una frase repetida con frecuencia por un buen hombre al que queremos mucho.
Quedan un puñado de días para concluir otro capítulo de la vida. Cada capítulo concluido nos aporta una satisfacción, pero nos acerca al final de libro. ¿Cómo sonará nuestro libro cuando se acabe y sea cerrado por última vez? ¿qué cara tendrá el lector al finalizarlo?
Bien sea colgado de la rama de un haya, paseando con el perro filósofo o hablando con los muchos niños que en las largas tardes de mayo se acercan a casa para hablar, intento aclarar qué he hecho bien en mi trabajo y qué me deparará lo que comenzará en unos pocos meses.
No siento excesiva preocupación por trabajar en un gran centro urbano, con cientos de alumnos, decenas de profesores, burocracia supervitaminada, paisajes circundantes grises y feos, niños que comienzan la jornada en un atasco. No son asuntos que me hacen saltar de alegría, pero quedan empequeñecidos por el que se está mostrando en el pensamiento como el principal obstáculo: creo que solo sé ser maestro de pueblo. Incluso en educación especial fui un maestro de pueblo (la cercanía a los niños y las familias, las dosis necesaria de cariño y afecto… eran aspectos muy cercanos a la escuela rural). Siento enorme pena al pensar que dejaré de ser el afortunado personaje que pasa muchas horas al día durante un año con unos cuantos niños en un tiempo maravilloso de sus vidas. Siento tristeza por las lecturas que dejaremos de compartir, por los paseos improvisados al bosque, por la poesía que ya no sonará en el ambiente, por la complicidad ganada en el día a día. El llegar a mayo, mirar a mis alumnos al comenzar la mañana y saber muy bien cómo están, qué sienten y piensan.
Tal como va nuestro mundo desarrollado, es fácil que mi jubilación, en caso de estar entonces vivo (sería otro milagro que añadir), se produzca a los setenta u ochenta años, lo cual me permite más posibilidades de hacer entender a las personas necesarias mi sentimiento y necesidad rural en torno a este oficio.
Hace unos días tuve la enorme suerte de conocer al maestro Miguel Calvo. Como otras veces, salí con las ganas de que llegara el día siguiente para reencontrarme con los niños e intentar ser mejor maestro. Algo parecido al maestro que este señor nos mostró: apasionado por su trabajo y por la vida, sorprendente, generoso, sensible hacia cada detalle de la escuela.