Sigo con interés la discusión sobre el aborto y el derecho a la vida de los embriones mantenida entre la iglesia, el gobierno, la oposición, …, y la misma sociedad. También sigo atónito los rituales religiosos de la santa semana. Observo incrédulo a esas personas que se declaran devotas, qué mal me suena esta palabra, del santo correspondiente, a las que caen rendidas entre sollozos tras el paso del vehículo del santo, a los que se castigan el cuerpo para alcanzar mayor conexión mística en días de penitencia, …; tanto una como otra, igual que el resto de evidencias, me conducen a los mismo: ni una persona en el planeta tiene la mínima idea de qué es la vida, qué significa estar vivo, por qué y para qué vivimos, de modo que la mayor parte de estos comportamientos y discusiones me parecen puro artificio, entretenimiento, apariencia, un teatrillo para pasar un rato mientras seguimos nuestros caminos desorientados. Consciente o inconscientemente.
Leer sobre astronomía y leer a autores como Carl Sagan siempre me conduce a una especie de trance mental que supone un estado de conciencia diferente, en el que un tipo de pensamientos especiales apartan a los habituales dando lugar a un estado difícilmente calificable: una especie de ensoñación, una especie de vuelo donde puedo sentir lo que quizá sea parte del eco de la danza cósmica, representada desde hace unos quince mil millones de años. Irremediablemente, las preocupaciones y anhelos humanos se diluyen al instante ante la grandeza y oscuridad del Universo, ante sus distancias, tamaños, giros, atmósferas, materiales, atracciones, temperaturas, velocidades, explosiones, gravedades. Es ante este mundo desconocido donde el hombre encuentra con mayor claridad su auténtica y ridícula dimensión. Es probablemente lo único sobre lo que aún no poseemos capacidad destructiva y que todavía no hemos estropeado, aunque lo intentemos con la ingente y creciente basura espacial.
Peña Oroel, refugio de un prófugo.
El martes subí por el puerto de Oroel y me detuve bajo la peña del mismo nombre. Las chovas, buitres y quebrantahuesos atrajeron mi atención hacia ella. Cambié mi rumbo y comencé a subir la pedregosa y empinada ladera esquivando los ariscos pinchos de las aliagas y los erizones. En los últimos tramos, cada vez más verticales, los arbustos de boj y los avellanos me permitieron avanzar. Finalmente, tras una breve escalada pude acceder a una amplia cueva en la base de la pared de la cara sur de la Peña Oroel. Allí sentado, con las piernas colgando ante unos ciento de metros únicamente compuestos de aire, pude contemplar las montañas más occidentales de Pirineo aragonés, con el añorado Ansó en sus entrañas, el entorno natural de San Juan de la Peña, y el horizonte que se pierde hacia las Altas Cinco Villas y la cercana Navarra. En ese punto, más alejado del mundo y más cerca del cielo, pensé en el espacio, en los planetas girando y alejándose a luminosa velocidad en todas direcciones, en el silencio absoluto, en la oscuridad milenaria. Sentí que había llegado al lugar que buscaba desde hacía meses. Al bajar, ya con la luz de los sueños, me sentí profundamente agradecido.