Hace unos minutos corría
siguiendo el límite del campo de maniobras de San Gregorio, pensaba en Pablo
Uriel y en la celda catorce, en Belchite, Azaila… y en cómo el tiempo cubre con
un telón de irrealidad el pasado.
Es muy sencillo,
Señor; los sacerdotes se esfuerzan por convencer a los hombres de que los
banqueros y los grandes mercaderes estaban ya configurados en los esquemas de
tu creación. Son obra tuya y, por los tanto, son intocables. Producen muchos
sufrimientos, pero estos sufrimientos forman, según ellos, parte del orden
natural de las cosas que tú dejaste establecido. Contra todos aquellos que no
creen las mentiras de los sacerdotes, interviene la espada.
Terminó la arenga
con su famoso grito de “¡Viva la muerte!”, al que todo el mundo respondió como
si no hubiera en él la más monstruosa contradicción. Pero no lanzó su otro
grito, aquel que escupiera frente a Unamuno. Él no lo hizo, pero, de pronto, un
jerarca falangista que estaba junto a él, gritó con un gesto violento y
agresivo: “¡Muera la inteligencia!”. El grito fue coreado, como lo hubiera sido
cualquiera lanzado en ese momento.
El fin de la Segunda Guerra Mundial fue una
ocasión ardientemente deseada, que de un modo inexplicable pasó sin más
consecuencias que la consolidación de un estado de cosas injusto y una desilusión
más para los españoles. Al cabo de veinte años una nueva generación ha venido a
constituir gran parte del Cuerpo Nacional, y esta generación ha sido formada en
un clima de indiferencia y desconocimiento buscado por nuestros gobernantes. Puede
afirmarse que si en los primeros diez años el secreto de la estabilidad era el
terror, hoy lo es por el hecho de que el pueblo español, quizá desilusionado,
ha depositado toda su capacidad de pasión en el fútbol; sería difícil precisar
cuál de estos dos estados anímicos es más pernicioso para España.
Son tres fragmentos que marqué
en el libro por diferentes razones. En estos casos y en general a lo largo de
todo el libro, me sorprende enormemente cómo muchas claves con las que el autor
explica acontecimientos de un tiempo tan lejano son válidas y perfectamente
aplicables a circunstancias actuales.