Es la
una de la madrugada. Conduzco hacia Zaragoza con mi casa metida en el coche. El
perro Tastavín está acurrucado entre varias cajas de libros y una rueda de
bici. Hace un par de horas he cerrado la puerta de la casa y he dicho adiós a
siete u ocho niños que han esperado hasta el final paras despedirme. Algunos lo
han hecho mientras lloraban. Les he dado un abrazo y he partido con un nudo en
la garganta y otro en la cabeza.
Está
sonando la radio. Se alternan las noticias sobre la
destartalada economía, las cumbres de alto nivel donde gente muy lista decide
quién pasa hambre y quién vive entre lujos, y las de fútbol, que tratan sobre
sentimientos y emociones trascendentes, según parece.
Estoy
aturdido. He dejado mi centro en medio de un revuelo terrible por la reciente
noticia de la reducción de diez maestros. Un tercio de la plantilla. La
situación para los niños será terrible. El trabajo de los maestros se
multiplicará hasta hacerlo realmente difícil. Muchos maestros anticipan resignados
el abandono de proyectos: la revista de la escuela, las actividades
internivelares, las excursiones. Será difícil hacer horas extra por voluntad propia cuando los superiores muestran tal desprecio. Niños agrupados con sus compañeros del ciclo
que pasarán a estar con compañeros de toda la etapa, clases atendidas por
multitud de maestros que entran unas pocas horas hasta completar el horario. La
escuela rural queda herida de gravedad. Por extensión, también los pueblos,
cuya capacidad para atraer y mantener población con servivios básicos cada día
más menguados y viviendas a precio inalcanzable (con medios decentes, se entiende) queda
reducida drásticamente.
La
radio sigue diciendo que las instituciones públicas son insostenibles, que hay
que reducir, ahorrar, racionalizar. Que hemos vivido por encima de no sé qué
posibilidades. Que los bancos no sé qué, que las agencias de calificación no sé
cuál. Rápidamente otro cambio: el equipo de fútbol mantiene a todo un país
ilusionado, repiten hasta que todos acaabamos por creerlo. Me sorprendo por mi
frialdad, pues no consigo dar con la ilusión desmedida. Al contrario, espero
que acaben cuanto antes para que algunas miradas puedan enfocar hacia el mundo
real.
Ya
estoy cerca de casa. En el cielo aparece una Luna casi llena radiante. Se
muestra espectacularmente nítida. Tan nítida que me hace sentir vértigo. Me
mareo al mirarla y sentir que estamos en frente de ella, en otro pedazo de roca
y agua que viaja por el Universo. La radio sigue con sus cosas y me acuerdo del
memorable Carl Sagan, cuando a la vista de la Tierra desde una lejanísima sonda espacial
reflexionaba sobre las guerras, odios, atrocidades…, cometidas en ese diminuto
y lejano pixel azul con la finalidad de controlar un pequeño fragmento de su superficie.
Continúo
mirando la Luna
hasta llegar a casa. Pienso en los niños de los que me he despedido hace unas
horas y espero que las personas que organizan y determinan sus vidas sean
capaces de mirar más hacia el cielo y menos hacia sus pies.