A tres días para concluir este curso, las emociones se amontonan. En los últimos meses varias personas me preguntan ante distintas situaciones especiales si no me emociono. Siempre les respondo que en esta escuela es casi obligatorio controlar mínimamente los sentimientos, pues los momentos en los que un nudo se instala en algún punto del sistema digestivo son constantes. En concreto, durante los últimos días lectivos muchos grupos, niños de forma individual, o compañeros se han acercado para entregarme algún regalo o alguna palabra de despedida. Por ejemplo, recuerdo la última clase con el grupo de chicos más mayores del colegio, siete variados y muy majos jóvenes, donde, tras repasar algunas fotos que mostraban fragmentos felices del curso, una chica pidió la palabra y dijo a los compañeros que les daba a todos las gracias por la ayuda que le habían prestado durante este curso y lo bien que se había sentido con ellos. Los compañeros la escucharon atentos y guardaron un tiempo de silencio.
En cuanto a las palabras escritas, algunas clases me han entregado cartas y álbumes con fotos en los que reflejan de distintas maneras el camino que hemos compartido este tiempo. Acabar una etapa tan difícil, decisiva, e impactante de mi profesión recogiendo el cariño de tantos niños y muchos adultos ejemplares es algo muy sorprendente. Como he repetido tantas veces en los últimos días, he hecho un trabajo que no se puede valorar como suficiente de ninguna manera, pues mis carencias y limitaciones han sido enormes, y lo único que he hecho bien ha sido acabar cada día de estos dos cursos exhausto, sin muchas más fuerzas por entregar. Estoy convencido de que he recibido de los niños, los compañeros y las familias mucho más de lo que yo he podido darles.
Ayer, sábado, llegué a las calles de Ansó con una sensación terriblemente confusa y contradictoria. La sensación de volver a un lugar cinco años después. Cinco años después volver al lugar en el que empecé a ser. Por una parte, fue un reencuentro luminoso donde conocí a unos cuantos niños con los que compartiré muchas horas, bromas y descubrimientos. Y, por otra, la extrañeza y el vértigo por cada paso que doy y que no sé exactamente dónde me lleva.
Cómo contarles el escalofrío sentido al llegar ayer, asomarme tras la curva y ver esta escuela bajo la sombra de la montaña; caminar hasta la escuela, rodearla, acariciar sus paredes, asomarme por una de sus ventanas a la clase en la que tantas cosas ocurrirán y donde ya tantas sucedieron, e imaginar. Imaginar fotos, carreras, proyectos, deseos.