Hoy ha sido el mejor día de escuela en lo que va de curso. Me refiero a las clases, que van mejorando conforme aclaro mis ideas: qué puedo hacer con cada grupo, qué ritmos seguir, como mantener o captar la atención, etc. En lo que concierne a educación física he planteado una división entre los grupos que pueden participar en actividades regladas o dirigidas y los que no. De este modo, con los primeros puedo plantear una programación cercana a mi trabajo pasado, aún considerando las abundantes limitaciones motrices, y con los segundos, la mayoría, he decidido comenzar a plantear actividades relacionadas con el acondicionamiento del espacio. Esta última vía busca un determinado tipo de manifestaciones motrices como efecto del establecimiento previo de distintos materiales en la sala. No me resulta fácil de encajar con la idea de educación física que tengo en la cabeza, pero, de momento, me parece la opción más realista, funcional y beneficiosa desde la perspectiva pedagógica. De todos modos, el optimismo del día se ha de entender dentro de un marco en el que aún no sé qué hacer con muchos niños, la actividad y el dinamismo de las clases son mínimos y tengo pendientes decenas de tareas importantes para mejorar las sesiones (mejoras comunicativas, fundamentalmente)
El fin de semana dio para observar el espectáculo de los quebrantahuesos zampando patas de cordero con si fueran golosinas y volando a dos metros de mi cabeza con su imponente silueta y profunda mirada roja (fueron unos minutos mágicos), para recorrer las comarcas de la Jacetania, Alto Gállego y Sobrarbe (Jaca, Villanúa, Jasa, Aratorés, Borau, Aísa, Castiello, Biescas, Yésero, Torla, Broto, Boltaña, Labuerda, Campodarbe, Laguarta, Aineto, Aínsa, Fiscal, Labuerda, etc.), para quedarme helado al comprobar que el pueblo observado desde lo alto era Jánovas, para sentir de nuevo el eco de la Tarazona de mi infancia, de Torre de Arcas, de Ansó y Peñarroya, y del resto de lugares donde el cadencioso sonido de cada paso al atardecer me producen una extraña sensación en el estómago emparentada con la del miedo, el amor, o la nostalgia, y, por último, para volver a Ansó y encontrarme con los niños que me ayudaron a empezar a ser maestro.
A Sergio le dije que deberían obligar a los extranjeros a dejar el coche en el aparcamiento de la entrada, donde estaba el mío, para evitar ese caos de coches en calles estrechas llenos de gente que pretenden meterlo dentro de la panadería, la iglesia, la plaza o el destino al que se dirijan. Me contestó que sí, pero que yo no era extranjero, así que no había razón para dejarlo allí. No sé si fue consciente del halago que me dedicó.
Anduve por la mañana con ellos, comí a su lado mientras me lanzaban migas, agua, y restos de chorizo (a alguno lancé algún objeto e intenté ahogar, en honor a la verdad), y pasé buena parte de la tarde escuchando sus noticias sobre la escuela, el pueblo y sus juegos, conociendo y jugando con sus perros, o respondiendo sobre mi vida; también alguno preguntaba cuándo iba a volver a trabajar allí. Quedé muy sorprendido de su rápido crecimiento, de la madurez ganada, del mantenimiento de sus formas de reír, de hacer bromas, de hablar, y de cómo van cambiando su comportamiento y su mirada (y digo esto último no buscando cierto efecto poético, sino de forma literal).
También me acerqué a escuchar a Lucas, cuya afición musical creía se limitaba a la audición y me sorprendió desde la batería, tras superar la vergüenza inicial y acompañado de un amigo con el guitarrico eléctrico, con una magnífica interpretación de Metallica.
Antes de marchar, visité la panadería y cargué el coche mientras los niños aprovechaban el polvo de la carrocería para pintar sus cosas y me miraban atónitos preguntando para qué demonios quería tal cantidad de panes. Yo les decía que en Zaragoza ya casi nadie hace pan de verdad, y menos como ése, pero siguieron mirándome con cierta perplejidad. Varias despedidas, unas últimas risas y bromas, y hasta la próxima.
El fin de semana dio para observar el espectáculo de los quebrantahuesos zampando patas de cordero con si fueran golosinas y volando a dos metros de mi cabeza con su imponente silueta y profunda mirada roja (fueron unos minutos mágicos), para recorrer las comarcas de la Jacetania, Alto Gállego y Sobrarbe (Jaca, Villanúa, Jasa, Aratorés, Borau, Aísa, Castiello, Biescas, Yésero, Torla, Broto, Boltaña, Labuerda, Campodarbe, Laguarta, Aineto, Aínsa, Fiscal, Labuerda, etc.), para quedarme helado al comprobar que el pueblo observado desde lo alto era Jánovas, para sentir de nuevo el eco de la Tarazona de mi infancia, de Torre de Arcas, de Ansó y Peñarroya, y del resto de lugares donde el cadencioso sonido de cada paso al atardecer me producen una extraña sensación en el estómago emparentada con la del miedo, el amor, o la nostalgia, y, por último, para volver a Ansó y encontrarme con los niños que me ayudaron a empezar a ser maestro.
A Sergio le dije que deberían obligar a los extranjeros a dejar el coche en el aparcamiento de la entrada, donde estaba el mío, para evitar ese caos de coches en calles estrechas llenos de gente que pretenden meterlo dentro de la panadería, la iglesia, la plaza o el destino al que se dirijan. Me contestó que sí, pero que yo no era extranjero, así que no había razón para dejarlo allí. No sé si fue consciente del halago que me dedicó.
Anduve por la mañana con ellos, comí a su lado mientras me lanzaban migas, agua, y restos de chorizo (a alguno lancé algún objeto e intenté ahogar, en honor a la verdad), y pasé buena parte de la tarde escuchando sus noticias sobre la escuela, el pueblo y sus juegos, conociendo y jugando con sus perros, o respondiendo sobre mi vida; también alguno preguntaba cuándo iba a volver a trabajar allí. Quedé muy sorprendido de su rápido crecimiento, de la madurez ganada, del mantenimiento de sus formas de reír, de hacer bromas, de hablar, y de cómo van cambiando su comportamiento y su mirada (y digo esto último no buscando cierto efecto poético, sino de forma literal).
También me acerqué a escuchar a Lucas, cuya afición musical creía se limitaba a la audición y me sorprendió desde la batería, tras superar la vergüenza inicial y acompañado de un amigo con el guitarrico eléctrico, con una magnífica interpretación de Metallica.
Antes de marchar, visité la panadería y cargué el coche mientras los niños aprovechaban el polvo de la carrocería para pintar sus cosas y me miraban atónitos preguntando para qué demonios quería tal cantidad de panes. Yo les decía que en Zaragoza ya casi nadie hace pan de verdad, y menos como ése, pero siguieron mirándome con cierta perplejidad. Varias despedidas, unas últimas risas y bromas, y hasta la próxima.