El camino discurría entre inabarcables bosques de pinos, abetos, hayas, tejos, y serbales. De vez en cuando aparecían algunas plantas temibles, como la belladona o la dulcámara (familiares de tomates, patatas, y tabaco), y otras magníficas, como las diversas orquídeas, el hipérico, o el martagón. Escarabajos, arañas, mariposas y el resto de seres diminutos cumplían un día más el contrato con sus respectivas plantas y ofrecían tesoros a los que sabían mirar con la suficiente paciencia y el necesario conocimiento. Los pájaros realizaban sus asuntos y envolvían el bosque de melodías ininterrumpidas: el tamborileo de los picapinos, el silbido agudo del agateador, y los cantos de los pinzones, currucas y otros seres de los aires. El joven camachuelo, con unas pocas semanas en este mundo, comía fresas silvestres felizmente. Por encima, los aviones y vencejos dibujaban sus alargados trazos blancos y negros, mientras, controlándolo todo y tocando el cielo con los extremos de sus alas, águilas reales y buitres escrutaban el valle arrastrados por las corrientes de aire. El mismo viento de casi todos los días, en el aire la fragancia por la que suspirarían en Grasse, y paredes calizas infinitas propias una escala de gigantes por donde se descolgaban larguísimos hilos de agua que se abrazaban en el fondo del valle. Un ciclo que rueda cada día. Estemos o no. Vivamos o no.
En otra parte, en el lugar moderno y encementado que crece y crece (la Gran Ciudad Desarrollada), el curso escolar ha concluido. Junio ha sido un mes de gran aprendizaje y mucho trabajo. No sé aún qué pensar: revolotean experiencias memorables y emocionantes junto a otros aspectos en los que he fallado estrepitosa y dolorosamente. La imagen de lo que ha supuesto la escuela este año se resume en treinta o cuarenta personas que se juntan el último día para despedir el curso y que son sorprendidas con la proyección de un audiovisual en el que se muestran muchas de las imágenes de los momentos más especiales vividos en nueve meses con los niños. Algunas lágrimas y la sensación de la fortuna que supone compartir trabajo, esfuerzo, e ilusiones con personas tan excepcionales. Un curso inolvidable, en todo caso.
Ya hace tres años que acabé tristísimo mi curso en Ansó, dos que finalicé aliviado el primer año en Peñarroya, y uno que concluí confundido el segundo año en Peñarroya de Tastavíns. Ahora ha terminado el cuarto año como aprendiz de maestro. Seguiré buscando los abetos, las hayas, y durmiendo todos los días que pueda bajo las estrellas. El tiempo corre demasiado. Buen Verano.