Las fiestas en miércoles deberían celebrarse como San Claustro y Santa Comisión, mártires que lucharon contra las reuniones estúpidas del profesorado en este día intermedio de la semana. Dios les guarde en su reino.
Ya he dicho en alguna ocasión que ser maestro me permite avanzar en múltiples caminos y direcciones, y que quizá sea este uno de los motivos principales por el que tanto me gusta el oficio. Sí, realmente no es que me lo permita, sino que me obliga.
Cuando hablo con Jaime sobre la tutoría, y él expresa sus miedos y temores, siempre intento expresarle lo bonita que para mí resulta la experiencia: desde la necesidad de leer, de estar informado, de aprender en variopintos ámbitos, de proponer, de aconsejar o consolar, de conocer el mundo para luego poder explicarlo o incitar a su descubrimiento, y mil cosas más, hasta meter en una olla en ebullición un ave de cuestionable higiene (dejémoslo así) y adecentarla para seguir ampliando nuestra colección naturalista.
El martes a última hora nos fuimos de la escuela, subimos al mirador situado encima del pueblo, disfrutamos un instante del silencio, la brisa, el paisaje, e hicimos un dibujo de aquello que nos pareció más bonito. Fue un rato muy agradable, y volví a sentir algo parecido a lo del año pasado cuando en el patio ansotano miraba a los alumnos, al paisaje, me miraba yo mismo, y no entendía cómo podía ser tan afortunado.
Casi al acabar la tarde, mientras limpiaba la bici en la calle, se ha acercado un abuelo y ha comenzado a preguntarme y a contarme cosas. Se ha disculpado por haber interrumpido mi tareas. Qué lástima que haya sentido la obligación de pedir perdón varias veces, cuando ha sido un regalo poder escuchar sus ideas y su descripción de la vida del pueblo, de sus habitantes. Incluso se ha ofrecido para mostrarnos fotos antiguas de la escuela. Otro placer ya extinguido en la ciudad.
Hay veces que me siento extraño, incómodo de estar rodeado de personas adultas, y es entonces cuando entro en mi clase y me siento afortunado de poder esconderme allí la mayor parte de las horas de la semana.
Ya he dicho en alguna ocasión que ser maestro me permite avanzar en múltiples caminos y direcciones, y que quizá sea este uno de los motivos principales por el que tanto me gusta el oficio. Sí, realmente no es que me lo permita, sino que me obliga.
Cuando hablo con Jaime sobre la tutoría, y él expresa sus miedos y temores, siempre intento expresarle lo bonita que para mí resulta la experiencia: desde la necesidad de leer, de estar informado, de aprender en variopintos ámbitos, de proponer, de aconsejar o consolar, de conocer el mundo para luego poder explicarlo o incitar a su descubrimiento, y mil cosas más, hasta meter en una olla en ebullición un ave de cuestionable higiene (dejémoslo así) y adecentarla para seguir ampliando nuestra colección naturalista.
El martes a última hora nos fuimos de la escuela, subimos al mirador situado encima del pueblo, disfrutamos un instante del silencio, la brisa, el paisaje, e hicimos un dibujo de aquello que nos pareció más bonito. Fue un rato muy agradable, y volví a sentir algo parecido a lo del año pasado cuando en el patio ansotano miraba a los alumnos, al paisaje, me miraba yo mismo, y no entendía cómo podía ser tan afortunado.
Casi al acabar la tarde, mientras limpiaba la bici en la calle, se ha acercado un abuelo y ha comenzado a preguntarme y a contarme cosas. Se ha disculpado por haber interrumpido mi tareas. Qué lástima que haya sentido la obligación de pedir perdón varias veces, cuando ha sido un regalo poder escuchar sus ideas y su descripción de la vida del pueblo, de sus habitantes. Incluso se ha ofrecido para mostrarnos fotos antiguas de la escuela. Otro placer ya extinguido en la ciudad.
Hay veces que me siento extraño, incómodo de estar rodeado de personas adultas, y es entonces cuando entro en mi clase y me siento afortunado de poder esconderme allí la mayor parte de las horas de la semana.