La semana pasada quedé con dos niños de la escuela para hacer una excursión a los Galachos de Juslibol. Pasamos la tarde juntos, y la excursión permitió pasear con el pequeño Tastavín, tirar piedras para hacer “la rana” en los lagos, jugar con palos, merendar bajo la sombra de un álamo, y todas esos asuntos tan serios que un niño debería poder hacer cada día. Durante las tardes de las dos últimas semanas he preparado las reuniones de evaluación de cada aula. Al reflexionar, pienso en los niños, pero especialmente en mi trabajo, en mi intervención, y llego a la conclusión de que no sé hacer casi nada, que lo conseguido tiene siempre más relación con la maduración del niño, con el hecho de conocernos mejor (aquí el mérito es simplemente para el tiempo y su implacable avance), o con otros factores. Me doy cuenta que lo que hago bien es estar con los niños, pasear y jugar con ellos, acompañarles al Galacho de Juslibol y hacer que vuelvan contentos a sus casas, contarles historias, …, compartir fragmentos de la vida, en definitiva. Y no sé si esto es importante o no, si forma parte de mi trabajo, pero definitivamente es lo que mejor sé hacer. Para realizarlo a diario necesito un pueblo.
Haber adquirido algunos recursos me está permitiendo acabar el curso en buena forma, y necesitar menos las vacaciones de verano que lo que necesité las de navidad o semana santa. De forma sobresaliente y excepcional, conocer mejor a los maestros y resto de profesionales con los que comparto escuela está significando un hecho de riqueza infinita. Mi experiencia previa se resume en tres años, lo cual puede resultar exiguo, pero creo poder afirmar que difícilmente volveré a estar en otro centro donde todos y cada uno de los maestros sean ejemplos de dedicación y amor por su trabajo como aquí ocurre. Y (activar negrita, mayúsculas y lucecitas de colores) donde, cuando hay que tomar una decisión, lo natural resulta considerar a toda costa las opciones de mayor beneficio para los niños. El esfuerzo necesario para conseguirlo, lo oficial, lo burocrático, etc., irán después.
Siento por primera vez el placer de reuniones de evaluación de varias horas en las que se analizan desde mil ángulos cada uno de los detalles que rodean a cada niño, de tutores que escuchan con interés sobre unos tipos de educación física que trabajan en algo llamado praxiología motriz, e incluso indican que sería muy positivo poder escuchar a alguno de ellos en la escuela. El placer de un trabajo difícil donde cada segundo está invertido en aportar beneficios a los alumnos. Lamentablemente, está ciento sesenta kilómetros al sur del lugar donde debería estar.
Hoy los niños me han hecho sentir feliz nada más entrar a la escuela, me han dado esas muestras de cariño que hacen de este trabajo una experiencia conectada de manera tan especial con la vida y con las emociones. Por la noche me han llamado dos niñas de Peñarroya para felicitarme y decirme que se acordaban de mí. Espero verlas pronto.
Hace poco leí sobre un pueblo aborigen que se sorprendía absolutamente al conocer la costumbre civilizada de celebrar los cumpleaños, cuyo único mérito recae en el paso del tiempo (dos veces ya nombrado el paso del tiempo…). Al contrario, cuando uno de sus miembros sentía que era mejor en algún sentido, que había perfeccionado alguna capacidad de su persona (más sensible con los demás, mejor cazador, mejor recolector, más útil para el grupo en algún aspecto, etc.), lo comunicaba al grupo y celebraban una gran fiesta. Y con esta idea me despido, pues me parece maravillosa.
Sigo con la desconcertante aula seis.