No sé bien qué ocurre, pero se hacen las tres de la mañana sin que apenas alcance a la mitad de mis obligaciones. Como Víctor propuso (y así gano unos pocos minutos), éste es el artículo escrito para el libro ESCUELAS. EL TIEMPO DETENIDO (es un poco largo para el formato blog, pero confiamos en el gusto lector de nuestro amables visitantes):
El ulular del cárabo avisa del crepúsculo. Son las seis, ya anochece. Unas pocas personas se esmeran en sus últimas labores del día. El pueblo parece detenido. La marcha silenciosa recupera imágenes del cercano, pero tan distante, pasado. Cada paso se escucha al caminar, y su rítmico e hipnótico sonido parece avisar de una inevitable cuenta atrás. Mientras, las oscuras calles recuerdan un tiempo austero, sacrificado, de preocupaciones auténticas.
La escuela, ya esquelética, apenas se deja abrir. El cerrojo, quizá fruto del tormento acumulado por el olvido, se niega a permitir el paso. Algunos cristales están rotos, y una gotera va minando poco a poco la tenacidad de ciertos libros y papeles, testimonio de otro tiempo, que aún se resisten a no servir nunca más.
Las sillas, los pupitres, las estanterías aún llenas de material escolar y las librerías repletas de libros, ayudan a tejer cierta ilusión mental de una escuela viva, con los niños y el maestro en pleno y bullicioso trabajo.
En la pared cuelga inválido el horario de las clases, incapaz de organizar un tiempo que ya no tiene. La tiza, sumisa y obediente, bajo la pizarra; sólo esperando el momento para empezar una nueva lección, el momento de cultivar la sensibilidad, de sembrar interrogantes, de intentar entender una parte del maravilloso mundo.
El sendero parece detenerse aquí, después de haber atravesado tramos sombríos y retorcidos, pero también otros llenos de luz y armonía:1
Los primeros años de posguerra
La brecha terrible, la guerra. Dificultades añadidas a la ya difícil vida. En el pueblo comenzó el tiempo en el que los jamones y los huevos habían de reservarse para pagar la propia vivienda, o para canjearse simplemente por cierto respeto de un bando u otro.
La ausencia de estabilidad y continuidad en el trabajo de la escuela constituyeron dos claves importantes en este período, de modo que fueron muchos los maestros que trabajaron en el pueblo durante un breve tiempo. Entonces, los niños acudían a la escuela de arriba, posterior consultorio médico, y las niñas a la de abajo, antes cementerio y hoy centro multiusos. Compartían algunos momentos de juego en la plaza, pero no estaban especialmente interesados en jugar juntos. De vez en cuando, algún grupo de chicas cogía a algún incauto muchacho y, sujetándolo, le quitaban los pantalones para su eterna vergüenza ante los compañeros.
Frecuentemente, los juegos en el recreo discurrían a la sombra de los soldados, de quienes un “qué niña tan guapa” suponía el mejor de los halagos y la certeza de la envidia de todas las compañeras.
Doña Pilar y Doña Nati fueron dos de las primeras maestras que llegaron al pueblo tras la guerra. Entonces, los dictados, la lección del día, las labores para las chicas, o el cálculo, iban componiendo el mosaico diario de la escuela. Las aspiraciones de las niñas se orientarían hacía las tareas del hogar. No cabía ni el mero pensamiento en un destino diferente, puesto que la propia familia lo valoraba como inadmisible.
Con seguridad, fueron los momentos de mayor dificultad, puesto que la destrucción generada por la lucha, la represión hacia los derrotados, la pobreza, se acompañaban del doble temor a los maquis instalados en las montañas colindantes, por una parte, y de la represión de la guardia civil, por otra, que vigilaba férreamente cualquier tentativa de colaboración con los guerrilleros. Por las noches eran frecuentes los asaltos a las cuadras, a los corrales, o las llamadas furtivas y amenazantes en busca de cualquier alimento. Incluso hubo un tiempo en el que se estableció a los masoveros la obligación de acudir al pueblo para dormir, en un intento de controlar la complicada situación que se vivía en las masías durante las noches. Un par de gallinas o un poco de levadura justificaban el intento de asalto.
Del trabajo ordinario de los maestros formaban parte exigencias como la del Frente de Juventudes de rellenar un parte mensual donde anotar pormenorizadamente asuntos relacionados con el izado de las banderas, las canciones políticas ensayadas (“Oración por los caídos”, “Cara al Sol”), la ubicación de los distintos iconos religiosos y nacionales en la clase (“Crucifijo, retrato del Caudillo, y retrato del Fundador de la Falange”), el respeto y cumplimiento regular de los preceptos políticos de la revista Mandos, o con los escolares persuadidos para su entrada en las Falanges Juveniles de Franco.
En la segunda mitad de la década de los cuarenta, el presupuesto anual de la escuela rondaba las ciento noventa pesetas, que apenas se podían destinar a un par de libros, algunos cuadernillos, papel, tinta, y material para la correspondencia.
Década de los cincuenta: nuevas dificultades
Ya en los años cincuenta, comenzó a distribuirse la “leche de los americanos”. En el recreo cada niño podía tomar su ración correspondiente, junto a una porción de mantequilla. También las familias recibían algunas raciones que incluían leche, queso, y sémola, y que constituían una valiosa ayuda para los desnutridos estómagos de la época. El maestro, que recibía minuciosas instrucciones sobre la conservación o el reparto de los alimentos desde el Servicio Escolar de Alimentación, anotaba escrupulosamente las cantidades diarias gastadas y redactaba un informe cada mes. Por su parte, los niños acudían a la escuela con sus porciones de azúcar y de Cola Cao (los más afortunados), con las que disimular el sabor de la leche en polvo.
Sorprende observar algunos informes enviados a la escuela en los que se manifiestan tallas y pesos de niños de diferentes edades organizados en las categorías “pobres”, “acomodados”, y “pobres con leche”. Estos datos, a su vez, se correlacionan directamente con “mayor rendimiento cultural […] y mejor capacidad para laborar por la grandeza de España”.
En la clase, cada semana dos niños se encargaban de la preparación del alimento: medían las cantidades, calentaban el agua, y repartían a los compañeros su ración. Posteriormente, cogían la olla y la limpiaban en el barranco con el agua que allí manaba. La arena sustituía al jabón. Hablamos de otro mundo.
En ese mundo también vivían Don Ricardo y Doña Micaela. Dos maestros que, tras varios años en la escuela, dejaron su cargo al sufrir extraños acontecimientos. El primero, yerno del escritor Desideri Lombarte, ingresó en prisión por motivos políticos. Mientras, la segunda, que “desarrolla su labor profesional con enseñanza viva, activa y práctica, basada en el amor a Dios, a la Patria, y al prójimo”, decidió seguir el consejo de los misioneros y ordenarse monja, probablemente llamada tanto por su vocación religiosa como por el anhelo de una vida con menos estrecheces. Finalmente, reconsideró la situación y volvió a retomar la profesión, ya en otro pueblo.
La escuela, con casi cuarenta niños y con esta complicada situación, vivió unos años donde ningún profesor quiso ocupar la plaza, por lo que se hicieron cargo de la enseñanza personas bien diversas: el médico, una señora amiga del alcalde, e incluso el mismo cura, recordado por su firme empeño de comprobar la resistencia de la regla contra las palmas de los alumnos despistados.
El analfabetismo centraba gran parte de los esfuerzos pedagógicos, interviniendo en la escuela las Juntas Locales y Provinciales Contra el Analfabetismo: “informa el maestro que no existe ningún analfabeto, siendo la redacción eficiente en cinco alumnos, y pésima en el resto, lo mismo que la lectura, a causa del bilingüismo dialéctico de la localidad”.
La religión católica o la exaltación patriótica encontraban idéntico espacio en la escuela que el lenguaje, la historia, o las ciencias naturales, como constatan algunas preguntas de los Exámenes para el Certificado de Estudios Primarios: “¿En qué milagro de los siguientes intervino directamente la Santísima Virgen?”, “¿Por qué amamos tanto a España?”.
Desde la Inspección Provincial de Enseñanza Primaria de Teruel la maestra recibía órdenes de cualquier naturaleza, como aquéllas en las que se informaba sobre los lugares exactos de la clase en los que colocar el crucifijo y los retratos pertinentes de los santos y los dirigentes: “Por orden del Ilmo. Director General de Enseñanza Primaria tengo el honor de comunicar a V.S. que la colocación de los símbolos ha de hacerse en forma que…”.
El abandono pedagógico encontró solución cuando una persona del pueblo hizo comprender al inspector de educación de Alcañiz la necesidad de un maestro en Torre de Arcas; uno de verdad. Así, comenzaron a desfilar por la escuela un sinfín de maestros, como Don Enrique y Doña Fina, Don Emilio, Don José María, Doña Esther y Doña Paloma, que fueron los encargados de reconducir esos anárquicos años hasta que en 1964 apareció en el pueblo la maestra Doña Mari Nieves Martín.
Doña Mari Nieves y el nuevo edificio escolar
El nuevo edificio escolar acababa de inaugurarse, merced al Plan Nacional de Construcciones Escolares de 1961, y a él ya acudieron niños y niñas agrupados en una misma clase. Era un edificio muy demandado, puesto que desde hacía más de siete años los maestros denunciaban las insoportables condiciones de la escuela femenina, carente de luz e inhabitable por la humedad. Todo el proceso de construcción del edificio (aula y viviendas) costó cuarenta y seis mil pesetas.
Doña Mari Nieves procedía de una familia adinerada extremeña, llegó sola, y permaneció en el pueblo veintisiete años. Su figura acompañó, en varios casos, a distintas generaciones de una misma familia.
La vida seguía siendo austera, sin abundancias de ningún tipo. Era normal acudir cada cierto tiempo a Morella para comprar telas con las que hacer la ropa para todo el año, o sacar adelante con la mismísima leche en polvo americana a los lechones que la cerda no podía amamantar (no era momento para dejar morir varias raciones futuras de comida). Las alpargatas se ponían cada noche cerca del fuego y luego rápidamente en los pies para hacer menos amargo el trance de conciliar el sueño.
Inalterablemente, las clases de la maestra comenzaban con los pertinentes rezos. Los ejercicios memorísticos y el repaso de las lecciones de la Enciclopedia Álvarez representaban la mayor parte del trabajo diario.
Sus alumnos, sin excepción, acudían a la misa de los domingos durante todo el curso. Incluso el día que un rayo carbonizó buena parte de la iglesia y los santos que la habitaban, Doña Mari Nieves improvisó un altar en la clase donde oficiar los actos religiosos. Algunos alumnos mantienen bien vivo ese recuerdo.
Su casa era la segunda planta del edificio escolar. El impredecible destino permite recorrer los pasillos que ella transitó tantos años, contemplar la cocina donde comió en silencio cada día, el cuarto donde soñaba cada noche, observar el salón donde se forjaron sus ideas, donde añoró, y lloró, a los suyos. Algunos cubiertos, pocos muebles lastimados, y un espejo roto son testimonio de ese tiempo.
Por la tarde, al salir de la escuela, solía acudir a alguna casa del pueblo, donde merendaba y pasaba el rato hablando con la familia. Durante el fin de semana, solía viajar a Alcañiz, puesto que allí tenía algunos amigos y aprovechaba para hacer las compras y ocuparse de asuntos de difícil gestión en el pueblo. En ocasiones, también algunas familias eran invitadas a su casa de la playa a cambio del medio de transporte, del que ella carecía.
Los últimos años: nuevos aires y el fin de la escuela
Más de dos décadas transcurrieron hasta que, ya rondando los setenta años, Doña Mari Nieves se jubiló. Este hecho fue muy importante en Torre de Arcas, e incluso, antes de su marcha, se celebró una comida a la que acudieron todos los habitantes del pueblo.
La maestra regresó a su Plasencia natal, pero periódicamente acudía al lugar en el que había dejado la parte más importante de su vida. Como muestra de su vinculación con las familias, el día que celebró su boda, ya jubilada, organizó un autobús que transportó a numerosos vecinos de Torre de Arcas hasta su residencia extremeña. Aún hoy, habiendo transcurrido casi veinte años desde su jubilación, mantiene contacto telefónico con algunas amistades.
Tras su marcha, el futuro de la escuela era ya poco esperanzador: quedaban menos de 10 niños en el aula. Este tiempo supuso un cambio rotundo en la vida de los alumnos, que, de repente, comprobaban confundidos la mirada extraña de la nueva maestra cuando ellos esperaban cada mañana puestos pie el momento para comenzar a rezar, de igual modo que cuando se levantaban raudos ante la entrada de cualquier persona en la clase. Comenzaban a recibir una enseñanza que partía de una filosofía, de una forma de entender el mundo, con pocas semejanzas respecto a la anterior. Especialmente significativas fueron las primeras estancias en los recién creados Centros Rurales de Innovación Educativa de Teruel (CRIET), donde se agolpaban múltiples novedades y se descubría ese nuevo mundo: el aluvión de nuevas amistades, de costumbres tan llamativamente liberales para ellos, las tecnologías disponibles, las excursiones, visitas, talleres, etc.; es decir, todo un universo de compañeros, maestros, contenidos, recursos, maneras de ser y de hacer, casi desconocidos hasta entonces.
El declive de la escuela aún consintió la entrada del centro en la nueva organización del tejido educativo rural: pasó a formar parte del Centro Rural Agrupado Tastavins, junto a Peñarroya de Tastavins, Monroyo, y Fuentespalda. Su previsible cierre añadió mayores dificultades, puesto que ningún maestro solicitaba una plaza próxima a desaparecer. Así, hasta que en el curso 1996-1997, con sólo cuatro niños en edad escolar, se cerró por última vez la puerta de la escuela. El último día…, la última clase…, la última palabra…, las últimas miradas.
La fuente de la que manaba la vida del pueblo se había secado. Ya no habría más gritos de niños ansiosos por entrar o salir, ni miradas curiosas, ni riñas, ni sonrisas, ni complicidad.
Ya es de noche. Huele a naturaleza, brillo de estrellas, silencio, oscuridad. Cerramos la puerta. Quizá el espacio rebosante de vida en otro tiempo, desbordante de anécdotas, de emociones y sentimientos, sea precisamente el lugar capaz de producir, al permanecer callado entre sus paredes y observarlo vacío, la sensación más intensa de desorientación y melancolía, de incomprensión y de tristeza.
1 Para la elaboración del texto se ha utilizado información del archivo municipal de Torre de Arcas, así como de fuentes orales del municipio.
La escuela, ya esquelética, apenas se deja abrir. El cerrojo, quizá fruto del tormento acumulado por el olvido, se niega a permitir el paso. Algunos cristales están rotos, y una gotera va minando poco a poco la tenacidad de ciertos libros y papeles, testimonio de otro tiempo, que aún se resisten a no servir nunca más.
Las sillas, los pupitres, las estanterías aún llenas de material escolar y las librerías repletas de libros, ayudan a tejer cierta ilusión mental de una escuela viva, con los niños y el maestro en pleno y bullicioso trabajo.
En la pared cuelga inválido el horario de las clases, incapaz de organizar un tiempo que ya no tiene. La tiza, sumisa y obediente, bajo la pizarra; sólo esperando el momento para empezar una nueva lección, el momento de cultivar la sensibilidad, de sembrar interrogantes, de intentar entender una parte del maravilloso mundo.
El sendero parece detenerse aquí, después de haber atravesado tramos sombríos y retorcidos, pero también otros llenos de luz y armonía:1
Los primeros años de posguerra
La brecha terrible, la guerra. Dificultades añadidas a la ya difícil vida. En el pueblo comenzó el tiempo en el que los jamones y los huevos habían de reservarse para pagar la propia vivienda, o para canjearse simplemente por cierto respeto de un bando u otro.
La ausencia de estabilidad y continuidad en el trabajo de la escuela constituyeron dos claves importantes en este período, de modo que fueron muchos los maestros que trabajaron en el pueblo durante un breve tiempo. Entonces, los niños acudían a la escuela de arriba, posterior consultorio médico, y las niñas a la de abajo, antes cementerio y hoy centro multiusos. Compartían algunos momentos de juego en la plaza, pero no estaban especialmente interesados en jugar juntos. De vez en cuando, algún grupo de chicas cogía a algún incauto muchacho y, sujetándolo, le quitaban los pantalones para su eterna vergüenza ante los compañeros.
Frecuentemente, los juegos en el recreo discurrían a la sombra de los soldados, de quienes un “qué niña tan guapa” suponía el mejor de los halagos y la certeza de la envidia de todas las compañeras.
Doña Pilar y Doña Nati fueron dos de las primeras maestras que llegaron al pueblo tras la guerra. Entonces, los dictados, la lección del día, las labores para las chicas, o el cálculo, iban componiendo el mosaico diario de la escuela. Las aspiraciones de las niñas se orientarían hacía las tareas del hogar. No cabía ni el mero pensamiento en un destino diferente, puesto que la propia familia lo valoraba como inadmisible.
Con seguridad, fueron los momentos de mayor dificultad, puesto que la destrucción generada por la lucha, la represión hacia los derrotados, la pobreza, se acompañaban del doble temor a los maquis instalados en las montañas colindantes, por una parte, y de la represión de la guardia civil, por otra, que vigilaba férreamente cualquier tentativa de colaboración con los guerrilleros. Por las noches eran frecuentes los asaltos a las cuadras, a los corrales, o las llamadas furtivas y amenazantes en busca de cualquier alimento. Incluso hubo un tiempo en el que se estableció a los masoveros la obligación de acudir al pueblo para dormir, en un intento de controlar la complicada situación que se vivía en las masías durante las noches. Un par de gallinas o un poco de levadura justificaban el intento de asalto.
Del trabajo ordinario de los maestros formaban parte exigencias como la del Frente de Juventudes de rellenar un parte mensual donde anotar pormenorizadamente asuntos relacionados con el izado de las banderas, las canciones políticas ensayadas (“Oración por los caídos”, “Cara al Sol”), la ubicación de los distintos iconos religiosos y nacionales en la clase (“Crucifijo, retrato del Caudillo, y retrato del Fundador de la Falange”), el respeto y cumplimiento regular de los preceptos políticos de la revista Mandos, o con los escolares persuadidos para su entrada en las Falanges Juveniles de Franco.
En la segunda mitad de la década de los cuarenta, el presupuesto anual de la escuela rondaba las ciento noventa pesetas, que apenas se podían destinar a un par de libros, algunos cuadernillos, papel, tinta, y material para la correspondencia.
Década de los cincuenta: nuevas dificultades
Ya en los años cincuenta, comenzó a distribuirse la “leche de los americanos”. En el recreo cada niño podía tomar su ración correspondiente, junto a una porción de mantequilla. También las familias recibían algunas raciones que incluían leche, queso, y sémola, y que constituían una valiosa ayuda para los desnutridos estómagos de la época. El maestro, que recibía minuciosas instrucciones sobre la conservación o el reparto de los alimentos desde el Servicio Escolar de Alimentación, anotaba escrupulosamente las cantidades diarias gastadas y redactaba un informe cada mes. Por su parte, los niños acudían a la escuela con sus porciones de azúcar y de Cola Cao (los más afortunados), con las que disimular el sabor de la leche en polvo.
Sorprende observar algunos informes enviados a la escuela en los que se manifiestan tallas y pesos de niños de diferentes edades organizados en las categorías “pobres”, “acomodados”, y “pobres con leche”. Estos datos, a su vez, se correlacionan directamente con “mayor rendimiento cultural […] y mejor capacidad para laborar por la grandeza de España”.
En la clase, cada semana dos niños se encargaban de la preparación del alimento: medían las cantidades, calentaban el agua, y repartían a los compañeros su ración. Posteriormente, cogían la olla y la limpiaban en el barranco con el agua que allí manaba. La arena sustituía al jabón. Hablamos de otro mundo.
En ese mundo también vivían Don Ricardo y Doña Micaela. Dos maestros que, tras varios años en la escuela, dejaron su cargo al sufrir extraños acontecimientos. El primero, yerno del escritor Desideri Lombarte, ingresó en prisión por motivos políticos. Mientras, la segunda, que “desarrolla su labor profesional con enseñanza viva, activa y práctica, basada en el amor a Dios, a la Patria, y al prójimo”, decidió seguir el consejo de los misioneros y ordenarse monja, probablemente llamada tanto por su vocación religiosa como por el anhelo de una vida con menos estrecheces. Finalmente, reconsideró la situación y volvió a retomar la profesión, ya en otro pueblo.
La escuela, con casi cuarenta niños y con esta complicada situación, vivió unos años donde ningún profesor quiso ocupar la plaza, por lo que se hicieron cargo de la enseñanza personas bien diversas: el médico, una señora amiga del alcalde, e incluso el mismo cura, recordado por su firme empeño de comprobar la resistencia de la regla contra las palmas de los alumnos despistados.
El analfabetismo centraba gran parte de los esfuerzos pedagógicos, interviniendo en la escuela las Juntas Locales y Provinciales Contra el Analfabetismo: “informa el maestro que no existe ningún analfabeto, siendo la redacción eficiente en cinco alumnos, y pésima en el resto, lo mismo que la lectura, a causa del bilingüismo dialéctico de la localidad”.
La religión católica o la exaltación patriótica encontraban idéntico espacio en la escuela que el lenguaje, la historia, o las ciencias naturales, como constatan algunas preguntas de los Exámenes para el Certificado de Estudios Primarios: “¿En qué milagro de los siguientes intervino directamente la Santísima Virgen?”, “¿Por qué amamos tanto a España?”.
Desde la Inspección Provincial de Enseñanza Primaria de Teruel la maestra recibía órdenes de cualquier naturaleza, como aquéllas en las que se informaba sobre los lugares exactos de la clase en los que colocar el crucifijo y los retratos pertinentes de los santos y los dirigentes: “Por orden del Ilmo. Director General de Enseñanza Primaria tengo el honor de comunicar a V.S. que la colocación de los símbolos ha de hacerse en forma que…”.
El abandono pedagógico encontró solución cuando una persona del pueblo hizo comprender al inspector de educación de Alcañiz la necesidad de un maestro en Torre de Arcas; uno de verdad. Así, comenzaron a desfilar por la escuela un sinfín de maestros, como Don Enrique y Doña Fina, Don Emilio, Don José María, Doña Esther y Doña Paloma, que fueron los encargados de reconducir esos anárquicos años hasta que en 1964 apareció en el pueblo la maestra Doña Mari Nieves Martín.
Doña Mari Nieves y el nuevo edificio escolar
El nuevo edificio escolar acababa de inaugurarse, merced al Plan Nacional de Construcciones Escolares de 1961, y a él ya acudieron niños y niñas agrupados en una misma clase. Era un edificio muy demandado, puesto que desde hacía más de siete años los maestros denunciaban las insoportables condiciones de la escuela femenina, carente de luz e inhabitable por la humedad. Todo el proceso de construcción del edificio (aula y viviendas) costó cuarenta y seis mil pesetas.
Doña Mari Nieves procedía de una familia adinerada extremeña, llegó sola, y permaneció en el pueblo veintisiete años. Su figura acompañó, en varios casos, a distintas generaciones de una misma familia.
La vida seguía siendo austera, sin abundancias de ningún tipo. Era normal acudir cada cierto tiempo a Morella para comprar telas con las que hacer la ropa para todo el año, o sacar adelante con la mismísima leche en polvo americana a los lechones que la cerda no podía amamantar (no era momento para dejar morir varias raciones futuras de comida). Las alpargatas se ponían cada noche cerca del fuego y luego rápidamente en los pies para hacer menos amargo el trance de conciliar el sueño.
Inalterablemente, las clases de la maestra comenzaban con los pertinentes rezos. Los ejercicios memorísticos y el repaso de las lecciones de la Enciclopedia Álvarez representaban la mayor parte del trabajo diario.
Sus alumnos, sin excepción, acudían a la misa de los domingos durante todo el curso. Incluso el día que un rayo carbonizó buena parte de la iglesia y los santos que la habitaban, Doña Mari Nieves improvisó un altar en la clase donde oficiar los actos religiosos. Algunos alumnos mantienen bien vivo ese recuerdo.
Su casa era la segunda planta del edificio escolar. El impredecible destino permite recorrer los pasillos que ella transitó tantos años, contemplar la cocina donde comió en silencio cada día, el cuarto donde soñaba cada noche, observar el salón donde se forjaron sus ideas, donde añoró, y lloró, a los suyos. Algunos cubiertos, pocos muebles lastimados, y un espejo roto son testimonio de ese tiempo.
Por la tarde, al salir de la escuela, solía acudir a alguna casa del pueblo, donde merendaba y pasaba el rato hablando con la familia. Durante el fin de semana, solía viajar a Alcañiz, puesto que allí tenía algunos amigos y aprovechaba para hacer las compras y ocuparse de asuntos de difícil gestión en el pueblo. En ocasiones, también algunas familias eran invitadas a su casa de la playa a cambio del medio de transporte, del que ella carecía.
Los últimos años: nuevos aires y el fin de la escuela
Más de dos décadas transcurrieron hasta que, ya rondando los setenta años, Doña Mari Nieves se jubiló. Este hecho fue muy importante en Torre de Arcas, e incluso, antes de su marcha, se celebró una comida a la que acudieron todos los habitantes del pueblo.
La maestra regresó a su Plasencia natal, pero periódicamente acudía al lugar en el que había dejado la parte más importante de su vida. Como muestra de su vinculación con las familias, el día que celebró su boda, ya jubilada, organizó un autobús que transportó a numerosos vecinos de Torre de Arcas hasta su residencia extremeña. Aún hoy, habiendo transcurrido casi veinte años desde su jubilación, mantiene contacto telefónico con algunas amistades.
Tras su marcha, el futuro de la escuela era ya poco esperanzador: quedaban menos de 10 niños en el aula. Este tiempo supuso un cambio rotundo en la vida de los alumnos, que, de repente, comprobaban confundidos la mirada extraña de la nueva maestra cuando ellos esperaban cada mañana puestos pie el momento para comenzar a rezar, de igual modo que cuando se levantaban raudos ante la entrada de cualquier persona en la clase. Comenzaban a recibir una enseñanza que partía de una filosofía, de una forma de entender el mundo, con pocas semejanzas respecto a la anterior. Especialmente significativas fueron las primeras estancias en los recién creados Centros Rurales de Innovación Educativa de Teruel (CRIET), donde se agolpaban múltiples novedades y se descubría ese nuevo mundo: el aluvión de nuevas amistades, de costumbres tan llamativamente liberales para ellos, las tecnologías disponibles, las excursiones, visitas, talleres, etc.; es decir, todo un universo de compañeros, maestros, contenidos, recursos, maneras de ser y de hacer, casi desconocidos hasta entonces.
El declive de la escuela aún consintió la entrada del centro en la nueva organización del tejido educativo rural: pasó a formar parte del Centro Rural Agrupado Tastavins, junto a Peñarroya de Tastavins, Monroyo, y Fuentespalda. Su previsible cierre añadió mayores dificultades, puesto que ningún maestro solicitaba una plaza próxima a desaparecer. Así, hasta que en el curso 1996-1997, con sólo cuatro niños en edad escolar, se cerró por última vez la puerta de la escuela. El último día…, la última clase…, la última palabra…, las últimas miradas.
La fuente de la que manaba la vida del pueblo se había secado. Ya no habría más gritos de niños ansiosos por entrar o salir, ni miradas curiosas, ni riñas, ni sonrisas, ni complicidad.
Ya es de noche. Huele a naturaleza, brillo de estrellas, silencio, oscuridad. Cerramos la puerta. Quizá el espacio rebosante de vida en otro tiempo, desbordante de anécdotas, de emociones y sentimientos, sea precisamente el lugar capaz de producir, al permanecer callado entre sus paredes y observarlo vacío, la sensación más intensa de desorientación y melancolía, de incomprensión y de tristeza.
1 Para la elaboración del texto se ha utilizado información del archivo municipal de Torre de Arcas, así como de fuentes orales del municipio.
0 comentarios:
Publicar un comentario