Afortunadamente, ellas siguen haciendo de la vida algo maravilloso.
Cuando releo lo escrito a lo largo de los años constato la reiteración pertinaz en torno a unos pocos temas: las mismas ideas del derecho y del revés con escasas variaciones atribuibles al envejecimiento de los dedos. Uno de esos tópicos, que ahora haré aún más tópico, se refiere a la gran relación que hago de forma natural con los niños frente a los problemas y trompicones que encuentro con muchos de los adultos que viven en las escuelas.
Mientras discutíamos un tema desagradable una maestra ha indicado "al final los niños son niños", queriendo significar que formaba parte de su "naturaleza de niño" no cumplir con lo establecido, ser irresponsables, fallar a la confianza depositada en ellos, mentir, etc. Como ya estaba muy enfadado por otras razones, que contaré cuando escriba sobre ciencia ficción, he respondido a esta maestra de forma tajante "que eso era una patraña, que ser niño no tenía nada que ver con lo anterior, más bien al contrario, y que si había algún culpable en el asunto tenía claramente la mayoría de edad cumplida". Creo que es más correcto "al final los adultos son adultos". Me crispa hasta la médula la visión demonizada de los niños como seres en los que no se puede confiar, inmaduros, incoherentes, etc. Ningún año había disfrutado con la intensidad del curso actual de mis clases con ellos. Me brindan constantemente sesiones llenas de trabajo, seriedad, buen ambiente, complicidad, sonrisas, alegría, humor. Cada día con ellos estoy sintiendo el profundísimo privilegio de ser aprendiz de maestro. Incluso en el mayor momento de tristeza personal en los últimos cincuenta o cien años no dejo de sentirme feliz en cada clase. Sin embargo, en lo relativo a la organización del centro, a las relaciones que se establecen con los compañeros de trabajo, concluyo cada jornada deseando la llegada del apocalipsis y de todos los demonios del averno. Esta ambivalencia en los sentimientos constituye un hecho curioso que me sorprende a mí mismo y provoca un desasosiego constante.
Serán los años en los que me habré planteado con insistencia la relación entre el deber oficial y la obligación moral. Ambos conviven en la escuela en constante contradicción. Los imperativos legales nos indican la obligación de acatar determinadas órdenes, pero nuestra ética profesional, forjada con distintos profesores universitarios, maestros múltiples, reflexiones y visiones, lecturas... muchas veces apunta en dirección contraria. Y en este cruce de caminos es cuando uno ha de valorar las ganas de buscarse problemas y de luchar en áridas batallas. El problema se complica cuando los héroes personales tienen que ver en muchos casos con el valor para la desobediencia que permitió superar distintas barreras sociales.
El problema aún presenta otra vertiente y es que legitimar la desobediencia de la autoridad en base a preceptos morales individuales justifica que otros puedan actuar bajo el mismo planteamiento y esto, imagino, conduce a una organización difícil de asimilar y gestionar en un centro de trabajo. Más aún cuando el colectivo es infinitamente dispar en formación e intereses. ¿En qué punto la desobediencia civil es legítima aún desde el punto de vista más personal? Supongo que es una pregunta sin respuesta, pues algunos establecerán el umbral muy abajo y otros beberán el veneno gustosamente, o perjudicarán a un niño, si eso dicta la ley, aún injusta o irracional. En cualquier caso, este embrollo apunta a la radical importancia de la formación de las personas que ostentan los puestos de mando.
Y con estas ideas rondando por la cabeza nos iremos a dormir. Buenas noches.
0 comentarios:
Publicar un comentario