Me encanta escucharle.También esto pudiera interesar, aunque no sirva.
Necesito un experto en poesía: ha de aconsejarme.
Si alguien entiende algo...
Me encanta escucharle.
He decidido cerrar la puerta con sólo una vuelta de llave. Calculo que, con las cinco centésimas de segundo que ahorraré, conseguiré reunir varias horas extra para disfrutar de la vida al cabo de unos años.
Hoy tengo muy fácil el escrito. Sólo he de contar una cosa muy bonita.
Apenas llevamos un rato en clase, justo comienza la mañana, cuando un chivatazo me indica que Mister M está zampando galletas en vez de hacer las cuentas de matemáticas. El pobre zagal tenía hambre, pero de nuevo me encuentro ante un problema relacionado con hábitos y costumbres familiares. Hilos pertenecientes a ámbitos con jueces tan diferentes, pero que se entrecruzan tejiendo un jersey de difícil combinación. De todos modos, este tipo me obliga a pensar en el sentido de muchas cosas de la escuela, y me hace recordar las pocas certezas con las que uno camina por la vida.
Quizá en el lugar adecuado, algunos maestros debieran tener su Avenida de la Fama, y dejar allí impresa su huella en un molde de escayola, que cemento ya casi no queda. Por su compromiso, altura moral, y sabiduría.
“Marina, me da pena irme pero es mi pueblo (para Marina, mi mejor amiga)”. No dejo de sentir un cosquilleo especial cuando recojo una nota así bajo un pupitre de la clase (el pueblo es Colombia).
Da igual. Como siesta ya está bien.
Compruebo en el Harrods londinense que los sinsentidos y las aberraciones no entienden de fronteras. Oculto en mi escondrijo pude observar cómo esos batallones de humanos se agolpaban para comprar el objeto imposible, la culminación de lo inservible, el cachivache de mayor ostentación. Como importadores de malas costumbres que somos, aviso: existe incluso un catálogo de lazos y papeles para envolver los regalos (precio mínimo 20 libras).