miércoles, 18 de agosto de 2010

NIÑOS Y TOMATES.

Los muertos, las estrellas y los que intentan fotografiarlas

Envalentonado tras leer el argumento a una persona de prestigio, por la gloria del altísimo: todo un médico (que bien puede significar la versión adulta del “pues mis papás dicen que”), me dispuse a llevar el argumento a un amigo. Error. Exceso de vanidad y de riesgo por mi parte. Incursión en la conciencia social sin las debidas medidas profilácticas, a pecho descubierto. Revolcón. Lógico. Hace tiempo, quizá desde que intento ser maestro, que me pregunto por qué la formación inicial de los profesores disminuye y pierde calidad, paralelamente a su consideración social, a medida que avanza por las etapas formativas. Así, tenemos a la señorita de la guardería, qué maja y qué besos les da, al maestrico de primaria, qué paciencia tiene el hombre con tanto crío, al digno profesor de secundaria, que, oye, ya se gana bien el jornal intentando enseñar asuntos trascendentes a esos seres rebeldes ajenos a su necesidad de formación en esta etapa que ya es bien seria, y al profesor de universidad, llegamos al escalón más próximo al cielo, que dará una clase apañadita después de preparársela durante diez o quince horas. Con fuegos artificiales y todo. Por el camino, los profesores de formación profesional, música, escuelas de idiomas, etc., que se encajan como pueden en la estantería oportuna. “Hombremañonomecompares, que el profesor de secundaria enseña unos contenidos mucho más profundos y difíciles”. Yo pensaba que con lo de “el médico dice que planteamos al revés la educación, que las fases más críticas del desarrollo, cuando más repercusión y trascendencia tendrá lo que se haga con el niño será precisamente cuando éste es más pequeño”. Error. Educación y escuela es igual a trasmitir datos, por lo que enseñar la a es más fácil que enseñar a dividir, que es más fácil que enseñar logaritmos, que es más fácil que enseñar… trigonometría cósmica. Paréntesis: si realmente es eso, trasmitir datos: por qué no comprarles un librico a cada uno y examinarles cada semana. Vale, no sirve, es cierto, eso ya se hace en muchos sitios, primaria incluida. Sigo. Así, el maestro dispone de cinco días al empezar el curso para conocer al claustro y realizar varias reuniones de organización general, conocer su lugar de trabajo (que muchas veces es un lugar al que va a llegar ese día uno por primera vez en su vida), pedir materiales, programar el curso entero; el profesor de secundaria algún día más tendrá, y el universitario empezará sus jornadas lectivas cuando algunos de los anteriores ya necesiten el descanso navideño. También la relación entre horas lectivas y horas no lectivas para programación va tendiendo desde el infinito hacia el cero conforme se es un profesor más importante. Y si alguno por el camino sufre alguna crisis de identidad docente, como mis ejemplares compañeros del Piaget, creyendo que sus alumnos, o su compromiso con los niños, les piden veinte o treinta horas extras semanales, pues adelante, tú sabrás, maestrico desviado de la norma (¡deberían ser la norma!). Por supuesto, en ningún caso quiero criticar a los profesores de secundaria y más allá, sólo les utilizo para establecer una comparación con las etapas inferiores, y ojalá tuvieran mejores condiciones de trabajo que redundaran en el beneficio de los alumnos.


Bien, el médico por el que he salido tontamente de la trinchera se refiere constantemente a ejemplos como el anterior en los que la sociedad muestra su desconsideración hacia el niño pequeñito y sus necesidades. El niño no produce, no es aún un animal económico productivo, dejadle que vaya creciendo y entonces ya tomaremos en serio su situación. Esto último lo digo yo, claro. La conversación con el amigo con el que intentaba compartir el secreto mantenido entre el doctor y yo degeneró, qué bien puesta la palabra en este caso, hacia la economía. Aprendí muchas cosas sobre la emisión de deuda, los juegos de los inversores según se encuentren más animados o menos esa mañana, el gran entramado mundial que para rodar exige el arrinconamiento y sometimiento de los desheredados (no es que sean olvidados, es que es necesario pisarles para que la maquineta no se pare). Y finalmente, entendí que debo volver a la trinchera, no salir a la ligera, y ser feliz en el mundo de los niños de primaria donde aún tiene sentido hablar de infelices valores que luego, en la vida real, deberán desechar. Ya saben: la justicia, el respeto, el cariño, la bondad, y los del estilo.


El doctor dice cosas en su libro que me encantan. Es un libro para papás primerizos. Yo no tengo hijos, pero tampoco tengo huerto y me conformo leyendo los libros de agricultura de Mariano Bueno. Ya quisiera yo recoger tomates con un hijo (plantados ambos por mí, claro). El caso es que defiende un buen puñado de ideas de índole pedagógica que pueden ser bien útiles para los maestros (muy interesante el capítulo sobre premios y castigos, por ejemplo). En esencia, y así lo hace saber el autor, su idea básica es la de dar todo el amor posible al niño y establecer las mejores condiciones posibles para su desarrollo y crecimiento feliz; fundamentalmente a través del afecto y el sentido común. Un poco cursi, más bien parece propio del maestrico de primaria:


Es imposible malcriar a un niño por hacerle mucho caso, cogerlo mucho en brazos, consolarle mucho cuando llora o jugar mucho con él.


¿Qué necesitaría esta madre para comprender que su hijo sufre de verdad? ¿Qué llore sin parar todas las horas que está en la guardería? Nadie llora tanto. Ante las mayores desgracias y calamidades, el ser humano llora un rato y luego sigue adelante. La gente no llora todo el rato ni en los funerales, ni en los hospitales, ni en la cárcel, ni en el campo de concentración. El que dejen de llorar no significa que hayan dejado de sufrir.


Así, todo nuestro sistema educativo está cabeza abajo. Cuanto menor es la edad del alumno, menos calificaciones y experiencia se exigen al maestro, y menos se le paga. Tendría que ser justo al revés: las cuidadoras de una guardería tendrían que estar mejor cualificadas y mejor pagadas que los profesores de universidad, porque un bebé puede sufrir mucho con una mala cuidadora, pero un joven de veinte años puede pasar olímpicamente de una mala profesora de física.


Y si el médico, Carlos González con Bésame mucho, finalmente te acaba llevando a leer un libro de José Luis Sampedro, su historia etrusca de sonrisas y amor en la vejez, pues qué decir y qué hacer, ha ganado otro lector. Aún sin hijos ni tomates.