viernes, 1 de enero de 2010

LA NOSTALGIA DEL TIEMPO NO VIVIDO.


Avisaré en primer lugar que este artículo está escrito a medias entre el perro Tastavín y yo. Él ha puesto las ideas y yo las he tecleado, puesto que aún escribe demasiado despacio.

Simplemente sentimos la necesidad de poner palabras a algunos sentimientos surgidos tras un pequeño viaje por las montañas del Matarraña.

La emoción más intensa se refiere a la nostalgia sentida al transitar por cada una de las masías que jalonan cualquier recorrido por estos parajes. Una simple paridera, un refugio de pastores, siempre nos han parecido un ejemplo maravilloso de un pasado cercano muy distinto, esforzado, simple y bello, pero, en muchos de estos casos, las masías son complejas edificaciones de enorme belleza. Tras contemplarlas de cerca, observar sus paredes en costoso equilibrio, sus techos ya caídos o quebrados, tocar cada una de sus piedras, cuesta trabajo creer que en tan pocos años (la mayoría han sido abandonadas hace menos de cuarenta o cincuenta años) se esté dejando desaparecer obras que fueron objeto de trabajo y dedicación durante siglos y ofrecieron cobijo a tantas generaciones. No acertamos a entender por qué no forman parte del patrimonio etnológico del territorio y son cuidadas como un bien muy preciado. En diez años probablemente serán pocas las paredes que mantendrán la verticalidad. Este abandono de la realidad siempre nos resulta paradójico cuando observamos la profusión de centros de interpretación donde se intenta mostrar y alabar esa realidad maltratada. De igual modo sentíamos cuando observábamos los tremendos y ya olvidados bancales ganados a la ladera a base de mucho trabajo, o los miles de piedras colocadas en escrupulosa armonía para sujetar ribazos o separar campos y que hoy se amontonaban en exageradas montañas que parecían exclamar por su abandono y descuido. Finalmente, sentimos un gran privilegio de poder refugiarnos de la lluvia y el frío y pasar una noche en una de estas construcciones derruidas, al calor de un fuego que quizá no alumbraba y calentaba desde hacía décadas.



Para describirles la segunda de nuestras emociones utilizaremos nuestra primera visita hace dos días al centro comercial Plaza. Nada más llegar sentimos el impacto violento de su tamaño inmenso, sus luces destelleantes, los carteles estridentes incitando a la compra, los miles de personas en frenético movimiento, los coches que entraban y salían sin cesar, y el monorraíl que conecta las dos naves del centro y que parece una imagen extraída de una ciudad gigante extranjera o de dibujos animados. Justamente lo que deseamos transmitir de nuestros días de paz es todo lo contrario: la sencillez. La sencillez durante el día, donde todo se limita a caminar, sentir, pensar, caminar; la sencillez en el comer; la sencillez en el descanso; la sencillez en los actos. La sencillez en la vida, en definitiva. Quizá la soledad acentúe este sentimiento, puesto que las miradas y los pensamientos, una vez contemplado el paisaje, inevitablemente se dirigen hacia dentro de uno mismo. Escribimos esto con énfasis porque la sencillez es probablemente uno de los valores de los que sentimos una mayor necesidad y que motivaron la travesía que ahora contamos.


Un hecho muy importante, estrechamente ligado a la idea de sencillez y que nos resulta muy difícil de describir, consiste en lo sentido al estar los acontecimientos diarios marcados por los ciclos naturales del día y la noche. Despertar al amanecer, buscar refugio al atardecer y manejarte en la oscuridad, …, nos ha acercado íntimamente a lo natural, a un mundo ajeno a la artificialidad de nuestra vida cotidiana, donde los sentidos dormidos cobran vida, y donde se puede sentir una conexión especial con el entorno y con la vida con la que se comparte espacio.

En último lugar, nos gustaría decir que nuestro camino encontró su inicio y su final en Peñarroya de Tastavíns, que es uno de los seis o siete lugares a los que estará unida nuestra vida al final de la misma, que sin duda deberá ser considerado cuando alguien piense en nosotros y que permite encontrarnos con los niños con los que compartimos felizmente un buen pedazo de nuestra vida, que cada visita nos vuelven a sorprender con su cariño, sus juegos, y sus sonrisas. Así, pusimos fin a unos días maravillosos con estos niños que nos hicieron marchar con una enorme felicidad dibujada en la sonrisa, y con la promesa de volver muy pronto para compartir otro pequeño instante de vida en esas montañas esforzadas y solitarias.