miércoles, 6 de septiembre de 2006

En el colegio Doctor Azúa y, por extensión, en otros tantos lugares urbanos, había niños que atribuían al supermercado la capacidad de autogenerar huevos y cajas de leche, restando importancia al humilde papel de las gallinas y las vacas. Ignorando, incluso, los finos lazos que relacionan las viandas con su productor.

Por mi parte, cuando pasaba por un pueblo en fiestas, me sorprendía al ver sus calles adornadas con banderas y otros cacharros. De igual forma, a los días, las calles volvían a lucir con normalidad. Pues bien, ayer comprendí que los adornos no crecer por generación espontánea, ni los pone el ayuntamiento, sino que los vecinos de la calle, a golpe de escalera y de tiempo, se encargan de ello. Ayudé a colocarlos, y, a mi manera (versión incultura adulta de tipo urbana), comprendí la relación entre la leche y la vaca.

Dioni decía que sus viajes como interina le habían permitido apreciar notables diferencias entre formas de ser personas de unos y otros pueblos.
Ayer, tras colocar los adornos de la calle, se organizó una cena espontánea en una bodega de un vecino, donde cada uno llevó algo de comer, y donde pasamos un rato de hablar y reír de los que deberían ir más caros que el metro cuadrado urbanizable.
Me sorprendí de este carácter amable y hospitalario de los vecinos. Uno no está acostumbrado a este tipo de costumbres que tienen que ver con la convivencia.
Sigo descubriendo placeres de los pueblos.

Hoy he saludado a los primeros niños que, al verme por la calle, ya han sospechado que tengo oscuras intenciones de enseñar algunas cosas.