Dos hermosos cúmulos sobre pueblo misterioso de España. Si con ésto no te ataca la nostalgia...
Después de tres años tengo bien claro que la pertenencia del maestro al lugar donde trabaja es fundamental, o, si se prefiere, valiosísima. Llegar a clase sintiéndote del mismo lugar que los niños, conocer las tradiciones en las que los alumnos participan, ser consciente de las preocupaciones y dificultades de los habitantes del pueblo, poder compartir una tarde de juego, conversar por la mañana de camino a la escuela con los niños y sus familias,… y otros mil argumentos apuntan hacia las favorables opciones que se generan. La ampliación de las posibilidades pedagógicas (el simple hecho de conocer un camino para hacer una excursión, o poder incidir en la flora y fauna local, por ejemplo), o el aumento de la confianza y la complicidad con el maestro, justifican sobradamente, creo, el valor añadido de esta vida del maestro integrada en el lugar de su escuela.
Esta vida es hoy cada vez más complicada: las escuelas rurales sufren la despoblación de los pueblos, el aumento del número de maestros por centro (tutores, especialistas, …) dificulta el alojamiento en poblaciones pequeñas (las casas del maestro son lujos ya casi desaparecidos), el sistema de traslados supone un continuo movimiento de maestros que difícilmente echan raíces en los pueblos más alejados de las ciudades, y el estilo de vida, que frecuentemente significa en algunos maestros buscar un alojamiento en núcleos grandes distanciados de su lugar de trabajo para encontrar una vida más…¿sofisticada?.
En todo caso, los perjudicados son los niños, que crecen sin disfrutar de un proyecto pedagógico de medio o largo plazo, y con maestros muy alejados de sus vidas.
Esta reflexión ha surgido tras un encuentro con un maestro que me ha señalado lo terrible que resulta vivir en un lugar donde los niños te conocen y frecuentemente te cruzas por la calle con alumnos y sus familias. De cualquier modo, todo es escribir por escribir, ya que en mi ciudad impersonal no caben este tipo de disquisiciones.
Se ha atascado en mi cabeza una imagen: es invierno, hace frío y anochece, el suelo empedrado de la calle está húmedo y refleja la luz tenue y amarillenta de las farolas; un maestro trabaja silenciosamente en su habitación y, al oír unos gritos y el ruido de carreras atropelladas, mira por la ventana y observa los últimos niños que corren hacia sus casas.
Después de tres años tengo bien claro que la pertenencia del maestro al lugar donde trabaja es fundamental, o, si se prefiere, valiosísima. Llegar a clase sintiéndote del mismo lugar que los niños, conocer las tradiciones en las que los alumnos participan, ser consciente de las preocupaciones y dificultades de los habitantes del pueblo, poder compartir una tarde de juego, conversar por la mañana de camino a la escuela con los niños y sus familias,… y otros mil argumentos apuntan hacia las favorables opciones que se generan. La ampliación de las posibilidades pedagógicas (el simple hecho de conocer un camino para hacer una excursión, o poder incidir en la flora y fauna local, por ejemplo), o el aumento de la confianza y la complicidad con el maestro, justifican sobradamente, creo, el valor añadido de esta vida del maestro integrada en el lugar de su escuela.
Esta vida es hoy cada vez más complicada: las escuelas rurales sufren la despoblación de los pueblos, el aumento del número de maestros por centro (tutores, especialistas, …) dificulta el alojamiento en poblaciones pequeñas (las casas del maestro son lujos ya casi desaparecidos), el sistema de traslados supone un continuo movimiento de maestros que difícilmente echan raíces en los pueblos más alejados de las ciudades, y el estilo de vida, que frecuentemente significa en algunos maestros buscar un alojamiento en núcleos grandes distanciados de su lugar de trabajo para encontrar una vida más…¿sofisticada?.
En todo caso, los perjudicados son los niños, que crecen sin disfrutar de un proyecto pedagógico de medio o largo plazo, y con maestros muy alejados de sus vidas.
Esta reflexión ha surgido tras un encuentro con un maestro que me ha señalado lo terrible que resulta vivir en un lugar donde los niños te conocen y frecuentemente te cruzas por la calle con alumnos y sus familias. De cualquier modo, todo es escribir por escribir, ya que en mi ciudad impersonal no caben este tipo de disquisiciones.
Se ha atascado en mi cabeza una imagen: es invierno, hace frío y anochece, el suelo empedrado de la calle está húmedo y refleja la luz tenue y amarillenta de las farolas; un maestro trabaja silenciosamente en su habitación y, al oír unos gritos y el ruido de carreras atropelladas, mira por la ventana y observa los últimos niños que corren hacia sus casas.
3 comentarios:
A veces los sábados cuando voy al cine en un centro comercial me encuentro antiguos alumnos. Siempre es una sorpresa. Alumnos con los que tuve una relación tensa y conflictiva me saludan con enorme afecto; otros con los que tuve una relación cordial me saludan sin efusividad. Nunca uno sabe qué huellas deja. Un saludo.
Un comentario con un poco de maldad, pero con todo el afecto del mundo.
Supongo en lo de que sentirse de un lugar, acercarse a su cultura, entender las tradiciones, etc. para que los niños y familias te consideren uno más y puedas tener un mayor vínculo con todo el entorno, en todo ese proceso de mimetización con lo que te rodea también entrará aprender el idioma de ese lugar... como tu hiciste en Pena-roja, ¿no?
Hola Joselu, cierta magia, y un buen problema, de la escuela creo que reside allí, en desconocer la evolución y la trascendencia de la semilla que se intenta plantar.
Anónimo malvado pero afectuoso, por supuesto que entra el aprender el idioma del lugar. Tengo anotado ese fallo, y debería haber comenzado por pedir el pan cada día de ese modo. Es bien cierto. Ojalá mi amigo Jaime me hubiera aconsejado a tiempo.
Saludos.
José Luis.
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